Llegué a aquel pueblo con la esperanza de renacer de mis cenizas, sí, de nuevo y a mi pesar, la vida parecía que siempre me ponía los mismos obstáculos en el camino, cuando salía de uno, magullada, aparecía el siguiente sin ni siquiera dejarme tiempo para respirar. Así llegué a Reman, un pueblo lo suficientemente grande, alrededor de diez mil habitantes, para pasar desapercibida, pero lo suficientemente pequeño para disfrutar del silencio, de la tranquilidad, fuera del bullicio de la gran ciudad de la que provenía.
En mi lugar de origen no dejaba a nadie; a nadie, claro está, que tuviese que rendir cuentas, nadie, por tanto, se preocuparía por buscarme y a nadie llevaba conmigo, ni de acompañante ni tampoco en mi corazón. Este se encontraba protegido con un sólido armazón que le había construido después de mi primer descalabro, ese que me llevó, con anterioridad, a otro momento de hundimiento.
No, mi huida no tenía que ver con el amor, como bien digo, de ese me sentía protegida; sin embargo, hoy, años después, cuando recuerdo ese día en el que partí de mi gran ciudad sin un rumbo fijo, buscando, solo a la soledad, me pregunto si, en verdad, no fue el motivo real. Quizá, sin pretenderlo, la coraza que puse a mi corazón en mi primera caída, produjo, sin pretenderlo, la segunda y definitiva decadencia.
Ahora, con la perspectiva que produce el paso de los años, cuando he vivido tanto y tan diferente, me doy cuenta que ni la primera ni la segunda vez actúe bien. Sí, lo reconozco aunque me pese, alguien me lo dijo en su momento: “estás huyendo”, pero no quise hacerle caso y callé oyendo solo lo que mi corazón y cabeza parecían aconsejarme. Y sí, huía, la primera vez de la decepción del amor roto y la segunda, aunque cueste decirlo, de mí.
Llegué a aquel pueblo recién comenzado el verano, fue fácil encontrar una casa, pequeña, a las afueras; después, una vez instalada, buscar un trabajo, me daba igual cualquiera, así que fui niñera, limpiadora, camarera, cajera de supermercado… Cogía uno y cuando me cansaba lo dejaba, encontraba otro. Me daba igual el dinero, me daban igual las condiciones o, incluso, cómo me trataran los jefes, ignoraba todo lo que no tuviera que ver con las propias labores del trabajo en cuestión. Me limitaba a existir sin ser, no dejaba que nadie entrara en mi vida, solo buscaba soledad y cuanta más de esta hubiera, mejor me sentía.
Y así pasé tres o cuatro años, no recuerdo la cantidad exacta, hasta que un día, en la calle, oí, sin querer, una conversación. Por lo general, nunca me fijaba en lo que decía o hacía la gente, si me miraban, si murmuraban sobre mí, si se reían me daba igual. Pero no sé por qué, supongo que el destino que siempre acude a nuestro encuentro queramos o no, me las puso en mi camino. Salía a tirar la basura, era noche cerrada, ya que apetecía estar al raso pues corría una ligera brisa que quitaba los calores del verano recién pasado y anunciaba los vientos del otoño. Ellas no me vieron llegar, hablaban tranquilamente cerca de los contenedores de basura y sí, el tema de conversación era yo, lo sé porque señalaban mi casa.
—Dice mi marido que trabaja en la gasolinera que está cerca de su trabajo, que está allí porque se acuesta con el jefe de la misma y que la contrató por eso.
—¿Sí? ¿De verdad? ¿Y quién le ha contado eso a tu marido?
—Pues el dueño, que es el jefe, tú imagínate si no va a ser verdad…
—A mí no me gustaba ni un pelo cuando la vimos aparecer en el barrio, se lo conté a mi marido, esa tiene pinta de guarra desfasada, de esas que ya veremos si no pone una casa de citas aquí en el barrio.
—Yo creo que deberíamos comentárselo a la policía, no sea que pase algo de esto y tengamos que lamentarlo después.
—Me parece bien, ¿no tienes tú un pariente policía?
—Sí, un primo mío, se lo comentaré a ver qué opina. Le diré que se dé una vuelta por aquí o, mejor, que espíe sus movimientos primero, lo mismo se droga también o alguna cosa peor, hay que ser precavidos por si detrás de ella hay una mafia, no quiero tampoco comprometerlo al pobre, que acaba de ingresar en el cuerpo.
No pude seguir escuchando, me di la vuelta y tan sigilosa como llegué, volví a mi casa. Cerré la puerta tras de mí, despacio y ahí me quedé, con la bolsa de basura en la mano, los ojos abiertos sin poder todavía comprender las palabras que acababa de oír y totalmente humillada. Era incapaz de reaccionar, no podía llorar, ni gritar, ni salir corriendo, coger a aquellas mujeres y decirles todo lo que pensaba de ellas y de sus mentiras.
En una sociedad como esta, el mundo no entiende que una mujer, independiente, quiera vivir sola, no se relacione con nadie, no moleste a sus vecinos ni haga vida social. Nadie entendería que estaba allí buscando soledad para encontrarme a mí misma, para no volver a cometer los errores del pasado o para, ¿por qué no?, cometerlos y seguir las pautas que están socialmente establecidas.
Esa noche la pasé en aquella puerta, sentada con una bolsa de basura delante de mí y mis pensamientos, y cuando los primeros rayos de sol comenzaron a entrar por los cristales de la misma, lloré, amargamente, lloré mis errores, mi huida, mi cobardía; lloré por haberme enterrado en vida; lloré por lo que había dejado y lloré, sobre todo, por el dolor que me causaron aquellas palabras de dos mujeres que no conocía y, sin embargo, me habían juzgado.
Ese día no fui a trabajar, tardé una semana en volver a salir a calle; sobreviví, no sé cómo, ya que apenas comía, dormía a ratos, otros lloraba, los más… Y cuando no me quedó más remedio que decidir entre la vida y la muerte, me recogí el pelo, me puse una gorra y me trasladé a la otra punta de la ciudad para ir a un supermercado donde no encontrarme con nadie que pudiera relacionarme con la vecina prostituta y drogadicta de aquel barrio. Ahora me río, por fortuna, al pensarlo, pero en esa semana me dieron ganas de convertirme en eso, empezando por los maridos de ambas vecinas a los que drogaría para convertirlos en mis chulos. Sin duda, fue una semana muy mala en la cual se me pasaron muchas sandeces por la cabeza, sí, también la del suicidio, pero era cobarde hasta para eso. Saqué fuerzas de flaqueza, como se suele decir y, sin duda, muy bien dicho, y me fui al supermercado. Después, intenté comer algo más de lo que comía, me di un buen baño y me senté en la mesa intentando pensar qué hacer de nuevo con mi vida. Cogí un papel, lo dividí en tres columnas y en una escribí: “lo que tengo que hacer”, en otra “lo que debería hacer” y en otra “lo que no debo hacer”. Me tiré horas y horas hasta que pude escribir algo. Todavía lo conservo y, de vez en cuando, le echo un vistazo.
Lo que tengo que hacer | Lo que debería hacer | Lo que no debo hacer |
Reponerme Vivir | Enfrentarme a esas mujeres | Llorar Huir |
Y subrayé “vivir” y volví a escribirlo, “vivir”, con letras grandes, pequeñas, “vivir”, llené toda la hoja con la palabra “vivir” y cuando comprendí que ya había pasado demasiado tiempo negándome la vida con el pretexto, justamente, de conocerme para vivir mejor, me di cuenta de lo ciega que había estado, de que la soledad es necesaria en su justa medida y de que la vida hay que afrontarla con sus altos y bajos; de que el destino ya se encarga de ponernos por delante lo bueno y lo malo, que ni de lo primero tenemos que preguntarnos por qué ha llegado, ni de lo segundo, sino, solo, seguir viviendo, afrontando cada situación de la mejor manera posible, apoyándonos en nuestra familia, en nuestros amigos, en cualquiera que quiera ayudarnos, si lo necesitamos… Vivir para disfrutar de la vida y ser plena o, en su justa medida, felices. No hay más.
Después de aquella intensa reflexión, extraída del dolor y de la amargura que sentía, no solo por las mentiras que sobre mí había escuchado, sino, sobre todo, por las malas decisiones que había tomado en mi vida hasta entonces, me pregunté cómo se hacía eso de vivir. Yo, que nunca recordaba haber vivido, ni siquiera en la niñez, en una casa llena de voces de hermanos mayores, padres estrictos y abuelos consentidores… ¿Cómo hacía eso de vivir? Hasta entonces lo único que había hecho era dejarme llevar por unos y por otros y cuando escapé a ese pueblo solo llevaba conmigo unas enseñanzas erróneas de lo que yo era, una imagen forjada de mí misma a fuego y en donde la única certeza era el deseo de soledad para no volver a cometer los mismos errores. ¿Y qué si los cometía? Pensé en su momento y pienso ahora, y qué pasaba si me enamoraba de nuevo y por lo que salí huyendo, para no enfrentar a mi corazón dolido de la primera ruptura, una que me dejó una huella en el corazón y en mi cabeza por el maltrato psicológico sufrido, a otra nueva relación. ¿Por qué hui? ¿Por qué no acepté que podía ser diferente como bien me decía esa gran persona a la que dejé sin decir nada?
Fui cobarde, mucho, entonces me arrepentí, pero hoy creo que fue algo más de mi vida que está ahí para invitarme a ser permanentemente feliz. Y hoy lo soy.
Después de ese día, me matriculé en un centro de adultos, aprobé la prueba de acceso a la Universidad, conseguí una beca y me matriculé en la Facultad de Derecho. Gracias al dinero de la beca, no tuve que trabajar durante el tiempo que duró la carrera, la cual saqué, con mucho esfuerzo, pero con buenas notas, a pesar de haber llevado bastante tiempo sin estudiar. Adopté un pequeño perro, Milú lo llamé, y comencé a pasear alrededor de mi barrio, primero con miedo por si me encontraba con aquellas mujeres, pero después decidida cuando notaba cómo me miraban a través de los cristales de sus ventanas. Hice nuevas amistades en la Universidad, chicas algunas incluso de mi edad, comencé a salir con ellas por la noche, a cenar, y llegó el momento de conocer a alguien más, mi amor, el que todavía hoy me acompaña y me baja las estrellas cuando se lo pido.
Cuando terminé la carrera, Milú murió atropellado por un coche, estaba tan contenta por haberme licenciado, que no vi cuando salió corriendo y al volver la esquina, ahí estaba el coche. Él había sido mi compañero, mi confidente durante ese proceso de cambio que sufrí en esos años universitarios, en esa etapa que no se correspondía con mi edad, pero que me llenó de vida. El destino, caprichoso de nuevo, quiso que el dueño del coche fuera el marido de una de aquellas mujeres que, tras el frenazo, salió del coche maldiciendo al perro que se le había cruzado. Yo salí corriendo al oírlo y, por desgracia, vi cómo Milú yacía en el suelo debajo de la rueda del Ford. Me senté en el bordillo y lloré por mi mala suerte, por la desdicha que de nuevo se cruzaba en mi camino y por lo injusta que era la vida. El hombre no supo qué decir al verme tan afligida y agradeció que su mujer apareciera corriendo desde el lado opuesto de la calle. Se acercó hacia mí, pero cuando me quité las manos de la cara y me vio, dio un paso atrás, temerosa, no sé de qué, quizá pensaba que la prostitución se pegaba o, quizá, las drogas, no sé, el caso es que entonces recordé aquella noche, la transformación que sus palabras me produjeron, y, con toda la dignidad que pude, ahogando mi dolor, dije:
—Por favor, ¿puede echar el coche hacia atrás que coja a mi perro para enterrarlo? Es lo menos que se merece.
El hombre no dijo nada, solo miraba a su mujer, por si esta mandaba lo contrario. Ella asintió, sin más. Me agaché, cogí a Milú y cuando ya me dirigía hacia mi casa, al pasar al lado de la mujer, me limpié las lágrimas y le comenté, sin alterarme:
—No he tenido ocasión de presentarme nunca a usted, tampoco usted lo ha hecho conmigo, pero quería decirle que no me dedico a la prostitución, ni me drogo, ni me acostaba con mi jefe de la gasolinera, como una noche usted le contó a su amiga. Llegué a este barrio para rehacer mi vida y eso es lo que he estado haciendo, que viva sola o que no sepa nada de mí, no le da derecho a inventarse lo que no sabe. El día que me vea haciendo alguna de esas tres cosas, entonces sí tendrá derecho a decir lo que es, pero mientras tanto cállese, porque quizá sus palabras pueden hacer más daño que el que su marido acaba de hacer a mi perro… No obstante, le doy las gracias porque ya sé con quién no debo relacionarme. Adiós.
Y me marché, ninguno de los dos dijo nada, tampoco me esperé a que lo hicieran. Llorando me dirigí hacia casa, cuando vi como Alberto, mi gran amor, venía corriendo hacia mí, había llegado en ese momento y al aparcar el coche había visto lo sucedido. Llegó justo a tiempo para caer en sus brazos, desmayada, por la emoción contenida, por la pérdida, por el desaliento que sentía.
Noté cómo intentaba sujetarme, la cabeza me daba vueltas, no quería soltar el cadáver de Milú, pero no tenía fuerzas para andar. En la neblina que sentía, oí cómo llegaban más vecinos a ayudarnos, uno de ellos era médico y entre los dos me llevaron en brazos a mi casa. En el camino pude oír cómo Alberto decía a alguien que yo era una gran mujer, tan grande que no se merecía el trato que había recibido por algunos vecinos de aquella barriada y que esperaba que, a partir de ahora, me tuvieran en consideración y, sobre todo, no hablaran nunca de aquello que no conocían.
Él sabía toda mi historia y después, mucho tiempo después, me contó que lo dijo en voz alta para que se enteraran todos porque justo cuando me llevaban en brazos, oyó que alguien comentó: “esa es la puta”. Sintió tanta indignación, tan punzada en el corazón, que de haber podido hubiese llegado a las manos con todos los allí presentes, sin embargo, no añadió más y meses después me trasladé a vivir con él, a otro pueblo; en aquel momento me comentó que era para estar juntos, aunque la verdadera intención era que quería sacarme de allí. Pero fue él quien lo decidió, yo no hui de aquella situación, me enfrenté a ella y, sobre todo, me dediqué a vivir y, tan intensamente, que hoy derrocho vida por los cuatro costados.
Sin embargo, el caprichoso destino ha vuelto a intervenir... He escrito estas palabras para coger fuerzas, para recordarme que puedo con todo, ya que mañana comienzo un duro tratamiento: cáncer. Estoy tranquila, los médicos me dan buenas esperanzas, sé que puedo con eso y con mucho más, pero por si acaso me lo escribo para recordarlo: VIVIR.
Habla quién tiene que callar y calla el que tiene que hablar...y así nos va.
ResponderEliminarToda la vida huyendo, ¿ por qué? si todos conocemos el destino.
Saludos.
Pues sí, así nos va..., ¿culpa nuestra o de la sociedad?
EliminarGracias por pasar.
Un abrazo. :)
Tremendo, sin poder despegar los ojos. No acierto a describir las sensaciones y pensamientos que me ha provocado. Impotencia y rabia, sí, por los maldecires de la gente que habla por hablar, porque en vez de VIVIR sus vidas, viven las de otros carcomiendo y maldiciendo. Duro, brutal como la vida, con un final inesperado. Y la lección quedará: VIVIR!!!
ResponderEliminarAsí debería ser siempre Merche, vivir y vivir en vez de complicarnos con cosas superfluas y banales. Un texto profundo que llega hondo. Un abrazo grande
ResponderEliminarDicen que "pueblos pequeños, infiernos grandes". Mirar al demonio directamente a la cara suele ser lo más eficaz, raramente aguantan la mirada.
ResponderEliminarBrutal, Merche. Nunca suelo leer blogs de noche y fíjate que "casualmente" lo vi en Twitter y no pude de dejar de leerlo hasta el final.
ResponderEliminarJustamente es algo que me da mucha rabia, las personas que critican a otras y /o las juzgan, porque curiosamente son las que más m...tienen y más tienen por lo que callar.
Y es que, nunca veremos alguien feliz, satisfecho o con sentimientos bonitos hablar mal de nadie (aún teniendo motivos) y es que, no puede anidar en nuestro corazón dos sentimientos opuestos.
Todo iría mucho mejor si nadie juzgará ni criticara sin saber;e igual culoa tiene quién critica y juzga y quién le sigue el juego y propaga la mentira. Creo que rara vez las cosas y /o personas o situaciones son lo que parecen.
Felicidades. Un escrito redondo.
Un abrazo gigante!