Luchan los espadachines…
—¡Apartad, innoble caballero!
—¡Nadie osa plantarme cara!
—¡Pues desenvainad la espada y luchad, si osáis retarme!
Los aceros se enzarzan
en un baile de golpes de espada,
saltos y requiebros,
para esquivar el filo certero del contrincante.
Lope escribe,
la pluma parece volar por el papel.
De pronto, más caballeros aparecen en escena,
vienen a defender a su comendador
de aquel que ha osado retarle.
La lucha se retuerce,
saltan de tejado en tejado,
caen…
Una cuerda certera sujeta al villano,
mientras el caballero
es protegido por la fortuna,
la que aparece en el momento justo,
siempre alerta, siempre dispuesta,
con forma de carro de hojarasca.
Lope escribe…
Y aparece la dama:
—¡Dejad que huya! ¡No luchéis más, os lo ruego!
—¡Teméis que acabe con su vida! ¡¿Acaso ese hombre os corteja?!
—No, mi señor, mis ojos ya tienen dueño y temen que ese villano apague la vida
del comendador de mis desvelos…
El comendador suspira,
el comendador enfunda su espada
y cae de rodillas ante su dama.
Lope escribe:
“Ya no quiero más bien que solo amaros,
ni más vida, Lucinda, que ofreceros
la que me dais, cuando merezco veros,
ni ver más luz que vuestros ojos claros.
Para vivir me basta desearos,
para ser venturoso, conoceros,
para admirar el mundo, engrandeceros,
y para ser Eróstrato, abrasaros,
La pluma y lengua, respondiendo a coros,
quieren al cielo espléndido subiros,
donde están los espíritus más puros;
que entre tales riquezas y tesoros,
mis lágrimas, mis versos, mis suspiros,
de olvido y tiempo vivirán seguros”.
Y desde el alto tejado,
una voz silencia la escena:
—¡Volveré a por vos, vive Dios!
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