¡Hola!
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"El protagonista de esta novela, la primera de Miguel Delibes, galardonada con el premio Nadal 1947, es –como en tantas de sus obras- un niño. Pedro, huérfano desde la infancia, va a parar a Ávila para su educación, al hogar sombrío de don Mateo Lesmes, que le inculcará la creencia de que para ser feliz hay que evitar toda relación con el mundo, toda emoción o afecto. Sólo la vitalidad de la juventud podrá hacerle superar este pesimismo inculcado. Sin embargo, los acontecimientos parecen obligarle a recordar lo aprendido... Con el estilo impecable que lo caracteriza, Delibes traza una obra inolvidable en que la muerte, que rodea constantemente al protagonista, es vencida al fin por la esperanza".
Opinión
Esta obra de Delibes es otra de sus obras que hay que leer, al menos una vez en la vida. Quizá no destaca tanto el argumento, pero sí su prosa, su estilo, la manera en que el autor plasma las palabras con una delicadeza, una cadencia y una maestría que hace de este libro una joya literaria (no en vano ganó el premio Nadal en su día y supongo que por aquel entonces los premios no estaban tan amañados como ahora).
El libro narra la vida de Pedro, su infancia a cargo de un tutor y su posterior juventud y madurez como marino. La muerte de un gran amigo de la infancia, Alfredo, y las enseñanzas de su tutor marcan su pensamiento. Su vida se llena de soledad y de apatía, evitando cualquier tipo de apego... Finalmente, conoce a una chica en una de las escalas de su barco, se enamora de ella y decide hacer caso a su corazón y olvidarse de las creencias adquiridas hasta que la muerte le vuelve a golpear de cerca.
Destaca en la novela las reflexiones que hace el protagonista sobre la vida, la soledad, la muerte. También la ciudad de Ávila que es un personaje más de la misma. Toda la trama gira en torno a ese pesimismo y tristeza propio de los años de posguerra en España; sin embargo, a pesar de ese tono melancólico y de pena que asola la obra, conforme lo vas leyendo no sientes la tristeza, sino más bien las reflexiones que hace Pedro de lo que le está ocurriendo. Aprendes junto al protagonista y reflexionas igual que él sobre lo que está sucediendo.
Predomina la narración, apenas hay diálogo y el narrador es el protagonista, contando su vida desde la infancia, así como las reflexiones que hace a partir de los acontecimientos que le ocurren. El estilo es reflexivo, rico en vocabulario y una prosa elegante, aspectos característicos de Miguel Delibes.
El título es muy significativo porque el autor juega con el simbolismo del ciprés, árbol asociado a los cementerios y, por tanto, a la muerte. Una metáfora de la transcendencia que cobra la misma en la novela y de lo que supone para el protagonista.
He destacado muchas frases y pasajes de la obra. Es un libro tan rico, como comento, por su prosa que era inevitable marcar algunos de ellos. Por no extenderme mucho, intentaré seleccionar solo algunos.
El libro presenta abundantes descripciones detalladas como por ejemplo:
"Entonces pude fijarme a mi antojo en lo que me rodeaba. Los muebles se parecían mucho a los de la sala de la casa de mi tío. En ambas, sobre todo lo demás, predominaban los asientos. En ésta había un pequeño sofá, forrado de raso rojo, lo mismo que las sillas y las butacas. Encima del sofá había un espejo con marco dorado, rematado por un copete de dibujos retorcidos. En un rincón, un velador negro de patas gruesas e historiadas, con un mármol encima, sostenía una extraña cajita y un osado florero lleno de rosas de tela con muchas manchitas de mosca".
Aquí una de las muchas reflexiones de la novela:
"El hombre puede cambiarlo todo, transformarse hasta físicamente, enmendar su vida, sus instintos, sus costumbres, pero jamás podrá modificar la luz que porta dentro de sí y a cuya claridad examina la mesmedad de su paso. El hombre libremente puede elegir su camino, pero no puede alterar a voluntad la luz bajo la cual camina".
La maestría de la pluma de Delibes, me encantó el siguiente párrafo:
"Nuevamente me distrajo el rítmico golpear contra el asfalto del bastoncito de doña Sole. Se intercalaba entre el arrastrar de sus pisadas como un verso par sin asonante entre la rima melodiosa de los impares. Sí, sus andares eran lo mismo que un poema salpicado de versos libres, huérfanos y desorientados entre las parejas enamoradas de las rimas".
En esta frase se condensa todo el libro:
"La vida era perder y para no perder deberíamos prescindir de ganar antes".
Una gran obra de la literatura española que no deja indiferente. Un ejemplo de prosa exquisita y un referente de la época en la que se desarrolla la misma. Muy recomendable.
Si durmiendo te sueño,
amada me siento.
Si despertando te veo,
mimada me siento.
Pues el destino ha querido
que un sueño feliz sea el sueño
y un día feliz sea el día.
Dejemos a la noche que solo nos arrope
con un manto de luceros amarillos
y una luna de amantes rojos.
Dejemos que la penumbra nos acaricie
y nos acompañe en un sonoro
jardín de besos
tantos como flores tenga el mismo,
tantos como la vida siembre en nuestras vidas.
Y, después, cuando ya no quede
más que lagunas en nuestra mente,
escarcha en nuestros besos
y silencio en nuestros sueños,
desgranaremos el tesoro
que esconde nuestra alma,
tan eterno
que ni siquiera el viento
se atreverá a volarlo;
tan infinito
que ni siquiera el tiempo
osará romperlo;
tan bonito que ninguno sabremos
si de sueños se trata
o solo de realidades,
si fue verdad
o solo una mentira.
Se me acaba de estropear la lavadora… No sé si alegrarme o entristecerme, no sé si es un momento bueno para encontrar otro electrodoméstico similar que no sea tan bellaco como el que tenía o, por el contrario, se repetirá la misma película. Cosa que es muy probable porque todas son de la misma familia y esto, no hay lugar a dudas, se hereda.
Pues sí, pensaréis, ¿por qué tienes tan mala opinión de la lavadora si es el mejor invento de la historia? Todavía me cuenta mi madre, a veces, cuando iban a lavar al arroyo del pueblo cargadas de ropa, una pastilla de jabón y acababan con callos en las manos del agua fría y de restregar la ropa. Y sí, es verdad, la lavadora nos hizo ahorrar tiempo, esfuerzo y nos enseñó a comprar más ropa, porque como ya la lava la lavadora, podemos tener más hatos (o outfit, como se dice ahora), no como antes que había un traje para la semana y otro para los domingos (los sábados no contaban). No sabemos lo que tenemos.
Visto así debería tenerle un cariño especial, pero es que es una malvada, irresponsable y chula. Así, con todas sus letras y, es más, añadiría que con premeditación y alevosía.
Primero, ¡me encoge la ropa! Ese vestido que me gusta tanto y que solo lleva una puesta, después de pasar por ella, ¡encogido! Por lo menos una talla. Y no, no soy yo que he engordado, no puedo engordar tanto en una semana. Además, con los disgustos que me da, lo raro es que no esté ya como una sílfide. Eso en mi ropa porque la de mi marido…, ¡la ensancha! El jersey que le regalé para su cumpleaños no se lo pone porque dice que caben dos en él, yo juraría que le estaba bien cuando se lo compré. Estoy más que segura que ha sido la lavadora que lo único que pretende es que la dejemos tranquila y no le demos trabajo. Como si lo viera, solo le falta poner un cartel de “cerrado por descanso del personal”; porque el de “lávalo tú si quieres” ese ya me lo ha puesto con las indirectas que me lanza con la ropa… No se puede ser más malvada y cruel.
Otra cosa en la que es experta es en los botones, tú la pones en lavado corto, media temperatura, que no centrifugue y cuando vas a ver si ha terminado ya que estaba en el programa corto, ha puesto media hora más, la temperatura al máximo y las revoluciones más altas que todos los coches de fórmula uno juntos. Te echas las manos a la cabeza, le gritas (es inevitable perder las formas) e intentas cancelar el lavado y…, ¡no se puede! Y la tía, encima, se regodea y te hace una señal con sus luces como diciendo “no querías que lavase, pues toma dos tazas, ¡ah!, y me quedan diez minutos”. Conclusión: la ropa sale más arrugada que toda la plantación de pasas y te ves a la plancha que empieza a hacer las maletas para huir de la casa por acoso laboral y es que ya se imagina la que le espera. No deben ser de la familia porque así no se trata al personal, hombre.
No hablemos tampoco de los detergentes, no le gusta ninguno a la señora. Si lo echo en el cajón de los detergentes no se lo lleva; si lo echo en el tambor no disuelve la pastilla y si lo echo en líquido no sé si se lo bebe ella o lo tira cuando me doy la vuelta, porque la ropa sale como si la hubiera lavado en el Amazonas y con un olor a tigre que echa para atrás. Si es de marca porque te dice que ella no es pija; si no tiene marca porque a saber qué me habré pensado yo que es… ¡No la entiendo! Ya he llamado a la universidad a ver cuándo empieza el curso de lavadoras porque me veo repitiendo...
¿Y de los robos? ¿Qué me decís de los robos? Porque estoy segura, y no es cosa mía, de que a vosotros también os desaparecen los calcetines. Par de calcetín que entra, par de calcetín que sale divorciado. He llegado a pensar que son ellos que han discutido y cada uno ha cogido una dirección, pero…, ¡todos los pares! Si es así voy a tener que contratar un servicio de psicólogos de calcetines porque esto ya no es normal. El caso es que aquí no he claudicado, he dicho, o ella o yo, y le sigo metiendo los calcetines, si no los quiere porque dice que huelen mal, que se aguante, yo no me quejo de sus incansables ruidos y me tengo que aguantar. Me da igual, además ahora se lleva un calcetín de cada color, así que voy hasta a la moda, ¡ja!, se va a pensar esta que puede conmigo. Y encima la tía disimula y todo, el otro día vomitó un calcetín, se quedó en el tapón del filtro. ¡Qué teatrera es! Nos dimos cuenta porque perdió mi marido las llaves y pensamos que se habían quedado en un bolsillo y por eso abrimos el filtro, si lo llego a saber ni lo desmonto y que se hubiera quedado con la indigestión, así la próxima vez se lo piensa antes de robar lo que no es suyo. También nos encontramos algunas monedas, lo que corroboró su fama de cleptómana, si está visto, no se libra de nada la muy canalla.
¡Ah! ¿Y de ruidos? ¿Cómo andáis vosotros? El día que a todo el bloque le da por hacer la colada, tenemos a los vecinos de enfrente asomados a la ventana oyendo el concierto. Está la del segundo que arranca como los antiguos seiscientos y la del cuarto, haciendo honor a su piso, dentro de poco estará en la luna. La mía según le dé, pero próximamente la presento a un casting de fórmula uno, creo que encaja a la perfección.
Por último y ahora que nadie nos oye, lo del mito erótico ese de hacerlo encima cuando está centrifugando, ¿me entendéis, verdad? ¿Qué tal lo lleváis? Porque yo la miro centrifugando y…, la verdad es que no me seduce mucho…, si pruebo acabamos los dos en el hospital con rotura de pelbis. Además de que el ruido ese no “pone” nada la verdad.
En el fondo, la voy a echar de menos, ¿ahora con quién voy a discutir?, tendré que enfadarme con el robot aspirador. Aunque creo que la que compre será de la misma calaña, seguro, porque tienen tela las lavadoras…
Relato para el VadeReto del Acervo de Letras
En la noche de difuntos de hace un siglo, un destacamento de soldados viajaba por la península para alcanzar las costas y embarcarse con destino a las gestas que la corona tenía en otros mares. Viajaban a caballo y en las noches disponían sus tiendas en las afueras de las ciudades que encontraban. Aquella noche era una más de las varias que ya llevaban a sus espaldas; sin embargo, no era una ciudad similar a otras en las que se habían cobijado.
Al recorrer sus calles, comprobaron asombrados que nadie salía a recibirlos y que los habitantes de la misma cerraban los postigos de las ventanas para, ni siquiera, contemplar su paso. Era una noche fría, oscura, sin luna que iluminara su camino y, con la sensación de que algo extraño ocurría en aquel paraje, recorrieron los últimos pasos de la misma.
No quisieron extender más su trote y, al no poder preguntar a nadie, el capitán optó por aposentarse en los límites del pueblo al abrigo de una pequeña arboleda.
Los caballos piafaban cuando intentaron amarrarlos a los árboles, se mostraban recelosos del lugar, nerviosos. Ni siquiera el pasto logró calmarlos. A la mayoría de los soldados les alarmó el estado de los caballos, sin embargo, nadie dijo nada por no quedar como un cobarde.
Cuando el reloj de una plaza lejana dio las doce campanadas, un gélido viento comenzó a mover las ramas de los árboles. El capitán tuvo que ordenar a dos hombres más que permanecieran al lado de los caballos para tranquilizarlos. El viento había conseguido asustarlos más.
Tras el reparto de guardias, los soldados se dispersaron a sus tiendas y a sus puestos de vigilancia.
El viento aumentaba y el frío con él… De pronto, un murmullo similar a un aullido comenzó a oírse.
―Será el viento. ―Repetían los vigías en sus puestos.
―Son los árboles. ―Les decían los cuidadores a los caballos.
El viento seguía, el frío atenazaba los músculos y el aullido macabro se apreciaba cada vez más. No se quedó en eso. A lo lejos, una carraca y el ulular de algún búho se unió a la comparsa de sonidos. El miedo, entonces, se instaló en los soldados. Entre ellos se miraban asustados y también a los caballos, cuyo relincho comenzaba a alterar el silencio del campamento. No obstante, de las tiendas no salía nadie y la orden había sido clara: solo se cambiará la guardia cuando corresponde y solo dar la voz de alarma si existía un peligro real.
Con esa premisa en la cabeza, comentaban:
―Están cansados, no oyen a los caballos.
―Es el viento…
―No ocurre nada.
Pero el aullido se acercaba, la carraca aumentaba su lamento y los caballos, extenuados por el miedo, se encabritaron, arrancaron sus bridas y salieron de allí en estampida como alma que lleva el diablo.
Los vigías, más asustados que ellos, decidieron no correr detrás y avisar al capitán. Ni este, ni ningún otro soldado, había salido de sus tiendas a pesar del enorme estruendo de los caballos en su huida.
El soldado de más rango comenzó el protocolo. Con sigilo, entró en la tienda del capitán y lo llamó:
―¡Capitán! ¡Capitán, da usted su permiso!
Al no obtener respuesta, pasó al interior y alumbrándose con una vela, la dirigió hacia el jergón… Debajo de la manta, el cráneo sin vida del capitán miraba hacia el soldado con una mueca de dolor, mientras de la cuenca de los ojos aparecían miles de insectos que amenazaban con lanzarse hacia él. Este, dando un grito, salió de la tienda a toda velocidad, tropezando con los compañeros que, apretujados y muertos de terror, lo esperaban fuera.
No pudieron moverse, no solo porque el temblor de sus piernas se lo impedía, sino porque allí mismo, delante de sus narices, acompañado, en armonía, de los aullidos y la carraca, un conjunto de espectros se acercaba a ellos arrastrando sus pies o, más bien, lo que quedaba de ellos, lanzando alaridos y mostrando los huecos que aquellos insectos sanguinarios habían dejado.
De repente, el viento cesó, el aullido se mitigó y aquellos seres, que un día fueron personas, se detuvieron. Los soldados pensaron que sus compañeros les habían gastado una fúnebre broma porque todo parecía una vulgar obra de teatro muy bien orquestada.
Una niebla fría, engelante, apareció del suelo. Los alaridos comenzaron a multiplicarse. No se veía nada. Los terroríficos sonidos se acercaban y el miedo volvió.
―¡Socorro! ―Gritaban.
―¡Ayuda!
―¡Compasión!
Intentaron abrazarse palpándose unos a otros, pensando que era al compañero al que tocaban, pero no eran sus manos lo que notaban por el cuerpo, sino los bichos que comenzaban a recorrerlos.
Gritando, corrieron despavoridos en todas direcciones, pero la niebla les impedía saber dónde se encontraban. Uno de ellos consiguió llegar a las primeras casas del pueblo. Llamó a gritos y tras unos minutos infernales, los cerrojos de la puerta se abrieron. Ya clamaba al cielo por su suerte cuando una siniestra luz inundó el umbral y allí, de pie, protegido bajo una manta se encontró con uno de aquellos espectros que, con su huesuda mano, le invitaba a pasar para disfrutar de su propia transformación.
No logró decir ni una palabra y, cayendo hacia atrás, se convirtió en la última víctima de la ciudad encantada. Aunque, eso sí, la última de aquella noche…