Mientras el vehículo se desliza por la carretera, mis ojos se cuelan detrás del cristal para empaparse de la naturaleza que surge a la velocidad del auto. Mi boca los acompaña, abriéndose y cerrándose cuando el paisaje nos sorprende. Las montañas parecen hablarnos con su grandeza y la vegetación las acaricia sembrando de verde los huecos entre sus rocas.
A nuestro lado, un pequeño arroyo compite con nosotros en velocidad, no lleva apenas cauce, pero eso no le impide correr entre las piedras para llegar cuanto antes a su destino, ¿cuál será?
La carretera juguetea con el caudal de ese precipitado arroyo y, sinuosa, se acerca y aleja del mismo, a la espera de que la montaña se vaya abriendo a su paso.
De repente, la civilización surge ante mis ojos para recordarnos que la mano del hombre puede llegar a cualquier lado. Una casa aquí, un edificio allí, rompen la vegetación del entorno, imponiéndose a la propia montaña que acoge entre sus rocas, resignada, esos monumentos artificiales de los humanos. Esperanzada, los protege, confiando en que solo se disfrute de su belleza, sin hacerle daño, sin causarle un gran impacto. Podemos convivir en armonía, siempre y cuando las personas aprendamos a respetar nuestros bosques, nuestros ríos, nuestras montañas...
El coche se detiene. Hemos llegado a nuestro destino: el paraíso se abre ante nosotros y ahora solo nos queda fundirnos con él y disfrutar de todo el mundo nuevo que se nos ofrece.
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