18 julio 2022

Los recuerdos no están en venta.

 


Cuando abrí la puerta, un olor a humedad y recuerdos de antaño me embriagaron. La casa, alrededor de diez años cerrada, todavía conservaba los muebles y demás adornos que mi madre había dispuesto por la misma, con su incomparable coquetería y elegancia. Aunque el polvo y algunos insectos eran los dueños y únicos habitantes ahora de ella, mi memoria me llevaba hasta los años de niñez en los que, felizmente, la había vivido y disfrutado.

Curioso que, con el paso de los años, todo te parezca más pequeño, quizá porque de niños lo vemos todo grande o quizá porque la memoria, para liberar espacio, como si de un ordenador se tratara, te trajera a la cabeza esos detalles de forma reducida. No lo tengo claro, pero el pasillo que tenía por delante de mí no era esa gran pista por la que corría en mi infancia. Ahora, apenas unos pasos me separaban de las grandes estancias de aquella casa.

El salón todavía conservaba el sillón favorito de mi padre y la mesa camilla con las faldas de la abuela. Cerré los ojos y allí estaba yo, sentada en esa mesa, con mi madre a un lado y al otro mi abuela, yo dibujando en un papel, ellas haciendo labores, una punto, la otra ganchillo. Los pies me colgaban en la gran silla de brazos coloniales y los movía al ritmo de una melodía que había aprendido en el colegio, mientras unas notas se me escapaban de los labios de vez en cuando. Ellas hablaban de algo del pueblo o de lo que prepararían para la cena, y yo las escuchaba absorta en mi dibujo sin saber que ese sería uno de los recuerdos más bonitos y entrañables que la memoria me traería muchos años después. ¡Qué feliz era entonces y qué poco lo valoraba! Tenerlas a ellas a mi lado y la estabilidad de ese hogar era y es lo más preciado que puede poseer un ser humano. Yo no lo sabía, yo, como el resto de niños, quería crecer rápido e irme, precisamente, de esa casa para vivir mi vida… Y ahora, muchos años después, con la experiencia que te proporciona el tiempo, comprendo que en aquellos momentos, sin preocupaciones, era realmente feliz. No digo que en este preciso instante no lo sea, pero del mismo modo que la Navidad no vuelve a ser igual cuando dejas la infancia, con la vida ocurre algo similar. Siempre la memoria está ahí para brindarnos aquellos tiempos tan maravillosos y, sobre todo, para rememorar a tus seres queridos que ya no están y a los que, inevitablemente, echamos tanto de menos.

Con una lágrima rodando por mis mejillas, abrí los ojos y me dirigí hacia la escalera: quería subir a mi cuarto. No quedaba mucho en él porque, prácticamente, me había llevado todas mis apreciadas pertenencias, algunas de las cuales yacían semi olvidadas en el desván de mi casa; pero quería verlo, sentirlo… La puerta estaba abierta y en la misma, en un tono amarillento, aparecía el papel con mi nombre. Accedí al interior y de nuevo el aluvión de recuerdos, de hechos vividos en ella, situaciones, personas. Era incapaz de detener a la memoria en uno de esos recuerdos hasta que oí una voz: mi madre me llamaba desde la cocina. ¡Era tan real! Y yo, con 16 años recién cumplidos, contestando de mala manera, obligando a que mi madre subiera para decirme, con lágrimas en los ojos, que a mi padre lo habían trasladado por cuestiones del trabajo y nos íbamos del pueblo. Esos meses fueron horribles, tener que despedirme de mis amigas y, lo que era peor, de mis abuelos; ellos no vendrían con nosotros, vivían justo en la casa de al lado y no querían cambiar sus viejas costumbres por una ciudad llena de ruido y contaminación a tres horas de allí, como siempre decía mi abuelo.

Me senté en la cama, de la misma forma que el último día que estuve en ella antes de mudarnos definitivamente. Volvería, sí, en los veranos, pero sabía que ya nada sería igual. Durante cuatro veranos conservamos esa tradición de pasar quince días en el pueblo, al quinto, mi abuela había muerto y no quisimos ir, ya que mi abuelo vivía con nosotros desde el fallecimiento de la que había sido su luz, como él, a su vez, rememoraba constantemente.

Después de todo aquello, los acontecimientos se fueron sucediendo, la vida empezó a pasar más rápido de lo que me hubiera gustado y ahora, pasados tantos años, me enfrentaba a la difícil situación de tener que vender mis recuerdos. Ya no quedaba nadie de mi familia más cercana, por desgracia, la vida me los había arrebatado demasiado pronto y no podía hacer frente a los gastos que suponían tanto esa casa como la de mis abuelos, justo al lado.

Inevitablemente, el llanto se desató, me hubiera gustado vivir allí de nuevo, pero mi vida estaba en otro lugar y aunque conservaba esas raíces, era preciso cortarlas para que el árbol siguiera creciendo en otro ambiente, creando nuevos vínculos sociales y nuevos recuerdos que alimentaran mi memoria.

Así es cómo funciona esto que llamamos vida: el tiempo corre sin detenerse y nosotros nos subimos a él como si de un tren se tratara, pasamos de año en año casi sin darnos cuenta y de repente, la memoria te trae a la cabeza un hecho, una escena del pasado, tu corazón se acelera y entonces te das cuenta de todo lo que has vivido, de todo lo que has realizado, de todo lo que te ha ocurrido. A veces te gustaría acordarte de muchos más momentos, otras veces te gustaría poder borrar ciertos recuerdos, pero, en el fondo, agradeces a esa parte del cerebro que siga funcionando para poder disfrutar de esos detalles y, sobre todo, para contemplar, por suerte, el camino que todavía te queda por recorrer.

Y de la misma forma que, con una sonrisa y una lágrima al mismo tiempo, abandoné aquel día mi cuarto para empezar una nueva etapa; ahora me despido de esta casa, ya solo será parte de mi isla de recuerdos de la memoria y ella se encargará de conmemorar aquellos felices años. Vendo la casa, sí, pero no mis recuerdos.


Mercedes Soriano Trapero
Foto: pixabay



14 comentarios:

  1. Un relato profundamente íntimo, nostálgico y evocador. Me sentí identificada con mucho de él, o casi todo. Precioso. En verdad, LOS RECUERDOS NO ESTÁN EN VENTA. Te dejo un inmenso abrazo querida Merche. 🌹

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  2. Me llevaste tan lejos, a otros momento donde la similitud con lo que narras fue parte de lo vivido, ese desprenderse, ese dejar atrás, ese saber que no volveremos a vivir lo vivido, sin embargo lo llevamos dentro y eso nadie, ni nada nos lo puede quitar. Gracias Merche, muy hermoso la forma de decirlo, abrazo grande

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  3. Precioso relato Merche. Me ha traído recuerdos de las casas de mis abuelos, cuando realizábamos aquellas visitas que cada vez, según íbamos cumpliendo años y haciéndonos mayores, nos costaba más por considerarlas aburridas. Que buenos momentos pasamos.
    Un abrazo!

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  4. Uff, creo que a todos nos encendiste los recuerdos con tu relato. A veces me gustaría volver el tiempo atrás y volver a vivir todo, pero con el conocimiento y madurez que hoy tengo y atesorar aún más algunas cosas. Tu relato es precioso, entrañable, lleno de nostalgia. Es verdad que los recuerdos siempre estarán ahí aunque las cosas materiales ya no, y como dicen: recordar es volver a vivir. Me encantó Merche, saludos.

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    1. Es verdad, a mí también me gustaría vivir algunas cosas del pasado con la madurez de ahora, pero la vida es así. Muchas gracias Ana. Un abrazo. :)

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  5. De pequeños, ciertas imágenes y vivencias se magnifican. En la edad adulta, esas mismas vivencias e imágenes pierden su supuesta magia. Es un poco triste e inevitable, pero al menos tenemos una infancia feliz que recordar. Y dar gracias por ello.

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  6. Vaya, Merche.
    Un relato que nos afecta y llega muy dentro a todos. Con más o menos diferencias en los detalles son experiencias que nos llegan a todos y acaban formando nuestra vida de adultos en un ciclo que se repite cruzando una o varias generaciones. Como bien dices, los recuerdos no se venden. Se magnifican, se sufren y entran a formar parte indisoluble de nosotros.
    Un fuerte abrazo :-)

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