Relato para el VadeReto del Acervo de Letras
En la noche de difuntos de hace un siglo, un destacamento de soldados viajaba por la península para alcanzar las costas y embarcarse con destino a las gestas que la corona tenía en otros mares. Viajaban a caballo y en las noches disponían sus tiendas en las afueras de las ciudades que encontraban. Aquella noche era una más de las varias que ya llevaban a sus espaldas; sin embargo, no era una ciudad similar a otras en las que se habían cobijado.
Al recorrer sus calles, comprobaron asombrados que nadie salía a recibirlos y que los habitantes de la misma cerraban los postigos de las ventanas para, ni siquiera, contemplar su paso. Era una noche fría, oscura, sin luna que iluminara su camino y, con la sensación de que algo extraño ocurría en aquel paraje, recorrieron los últimos pasos de la misma.
No quisieron extender más su trote y, al no poder preguntar a nadie, el capitán optó por aposentarse en los límites del pueblo al abrigo de una pequeña arboleda.
Los caballos piafaban cuando intentaron amarrarlos a los árboles, se mostraban recelosos del lugar, nerviosos. Ni siquiera el pasto logró calmarlos. A la mayoría de los soldados les alarmó el estado de los caballos, sin embargo, nadie dijo nada por no quedar como un cobarde.
Cuando el reloj de una plaza lejana dio las doce campanadas, un gélido viento comenzó a mover las ramas de los árboles. El capitán tuvo que ordenar a dos hombres más que permanecieran al lado de los caballos para tranquilizarlos. El viento había conseguido asustarlos más.
Tras el reparto de guardias, los soldados se dispersaron a sus tiendas y a sus puestos de vigilancia.
El viento aumentaba y el frío con él… De pronto, un murmullo similar a un aullido comenzó a oírse.
―Será el viento. ―Repetían los vigías en sus puestos.
―Son los árboles. ―Les decían los cuidadores a los caballos.
El viento seguía, el frío atenazaba los músculos y el aullido macabro se apreciaba cada vez más. No se quedó en eso. A lo lejos, una carraca y el ulular de algún búho se unió a la comparsa de sonidos. El miedo, entonces, se instaló en los soldados. Entre ellos se miraban asustados y también a los caballos, cuyo relincho comenzaba a alterar el silencio del campamento. No obstante, de las tiendas no salía nadie y la orden había sido clara: solo se cambiará la guardia cuando corresponde y solo dar la voz de alarma si existía un peligro real.
Con esa premisa en la cabeza, comentaban:
―Están cansados, no oyen a los caballos.
―Es el viento…
―No ocurre nada.
Pero el aullido se acercaba, la carraca aumentaba su lamento y los caballos, extenuados por el miedo, se encabritaron, arrancaron sus bridas y salieron de allí en estampida como alma que lleva el diablo.
Los vigías, más asustados que ellos, decidieron no correr detrás y avisar al capitán. Ni este, ni ningún otro soldado, había salido de sus tiendas a pesar del enorme estruendo de los caballos en su huida.
El soldado de más rango comenzó el protocolo. Con sigilo, entró en la tienda del capitán y lo llamó:
―¡Capitán! ¡Capitán, da usted su permiso!
Al no obtener respuesta, pasó al interior y alumbrándose con una vela, la dirigió hacia el jergón… Debajo de la manta, el cráneo sin vida del capitán miraba hacia el soldado con una mueca de dolor, mientras de la cuenca de los ojos aparecían miles de insectos que amenazaban con lanzarse hacia él. Este, dando un grito, salió de la tienda a toda velocidad, tropezando con los compañeros que, apretujados y muertos de terror, lo esperaban fuera.
No pudieron moverse, no solo porque el temblor de sus piernas se lo impedía, sino porque allí mismo, delante de sus narices, acompañado, en armonía, de los aullidos y la carraca, un conjunto de espectros se acercaba a ellos arrastrando sus pies o, más bien, lo que quedaba de ellos, lanzando alaridos y mostrando los huecos que aquellos insectos sanguinarios habían dejado.
De repente, el viento cesó, el aullido se mitigó y aquellos seres, que un día fueron personas, se detuvieron. Los soldados pensaron que sus compañeros les habían gastado una fúnebre broma porque todo parecía una vulgar obra de teatro muy bien orquestada.
Una niebla fría, engelante, apareció del suelo. Los alaridos comenzaron a multiplicarse. No se veía nada. Los terroríficos sonidos se acercaban y el miedo volvió.
―¡Socorro! ―Gritaban.
―¡Ayuda!
―¡Compasión!
Intentaron abrazarse palpándose unos a otros, pensando que era al compañero al que tocaban, pero no eran sus manos lo que notaban por el cuerpo, sino los bichos que comenzaban a recorrerlos.
Gritando, corrieron despavoridos en todas direcciones, pero la niebla les impedía saber dónde se encontraban. Uno de ellos consiguió llegar a las primeras casas del pueblo. Llamó a gritos y tras unos minutos infernales, los cerrojos de la puerta se abrieron. Ya clamaba al cielo por su suerte cuando una siniestra luz inundó el umbral y allí, de pie, protegido bajo una manta se encontró con uno de aquellos espectros que, con su huesuda mano, le invitaba a pasar para disfrutar de su propia transformación.
No logró decir ni una palabra y, cayendo hacia atrás, se convirtió en la última víctima de la ciudad encantada. Aunque, eso sí, la última de aquella noche…

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