La lluvia caía con intensidad, hacía semanas que el cielo parecía caerse sobre sus cabezas. La tierra era un charco prolongado de barro, hojas y vida muerta. Su refugio ya no le servía para nada, estaba mojada, cansada y a punto de sucumbir ante los rigores de ese traidor otoño. “Y quedaba lo peor”, pensaba mientras el cuerpo tiritaba.
El derrape de un coche la sacó, a la fuerza, de su escondite. El automóvil, de lado, enseñaba sus partes bajas y en su interior una persona luchaba por salir del mismo.
Estaba asqueada del mundo y de la sociedad, no tendría por qué haberla ayudado, sin embargo, corrió hacia el coche y la ayudó a salir. Era una señora mayor, con sangre en la cabeza, algo desorientada, que aseguraba, entre lágrimas, que no sabía qué le había pasado.
El coche era un modelo de esos modernos que, en caso de choque, llamaba él mismo a emergencias y, pronto, apareció una ambulancia. Subieron a la accidentada a la misma y se la llevaron, mientras todo se llenaba de policías. Nadie le preguntó nada y hasta un policía la apartó sin demasiada cortesía “porque entorpecía su labor”.
Otro episodio más de esa sociedad egoísta.
Se volvió a su refugio de cartones y ramas y esperó a que, de una vez por todas, terminara la lluvia.
Al día siguiente dormitaba entre sus mantas húmedas cuando una voz le llamó la atención.
―¡Hola!
No contestó, era obvio que no esperaba visita.
―¡Hola! Por favor, me gustaría hablar contigo.
―Vale, pero yo no.
―Soy la persona a la que ayudaste ayer a salir del coche.
Intrigada, deslizó las mantas y asomó la cabeza y sí, era cierto, era la misma persona a la que ayudó, esta vez sin sangre y sin lágrimas en los ojos, solo con un apósito en la frente y un brazo en cabestrillo. Cerca, un coche aguardaba con el motor encendido y un hombre dentro, sin duda, esperándola.
―Por suerte, iba despacio y no me ocurrió nada peor; pero estaba agobiada, muy asustada y notar otra presencia humana que me ayudara, fue importante para mí. Cuando desperté, después, en observación me acordé de este lugar, de ti, de estos cartones y he venido en cuanto he podido… Me gustaría ayudarte, igual que tú lo hiciste conmigo. ¿Qué necesitas?
No supo qué decir, no podía ser cierto lo que le estaba pasando.
―No necesito nada, gracias.
Su orgullo habló por ella, además de su desconfianza, seguro que sería una trampa.
―Lo digo en serio, de verdad, dime qué necesitas.
Le hubiera gustado decir que necesitaba una casa, un trabajo, una comida en condiciones y vivir, pero daba igual, ya conocía cómo era la gente.
―Estás empapada, lleva mucho tiempo lloviendo. Vente a mi casa, podrás darte una ducha caliente, comer algo e, incluso, pasar la noche.
De repente, las lágrimas acudieron a sus ojos, no quería llorar, no quería que esa mujer la viera así, pero le ofrecía tanto en aquel momento que por un lado deseaba ponerse de rodillas a sus pies y darle las gracias, pero por otro, tantas veces había caído en esas trampas: prostitución, violencia…
La mujer le tendió la mano y ella…, la tomó mientras miraba al cielo rezando porque esa vez fuera diferente.
Y sí, lo fue, la mujer vivía sola en una gran mansión, sus hijos vivían lejos. Solo tenía la ayuda de una mujer que le limpiaba de vez en cuando y su marido que hacía las veces de conductor cuando ella lo necesitaba porque, como había quedado demostrado, no se le daba bien conducir. No solo le ofreció una ducha, comida y un lugar donde pasar la noche, sino un trabajo como persona de compañía, a tiempo completo, con las vacaciones que quisiera, techo y un buen sueldo para disfrutar de la vida.
La lluvia caía con intensidad, pero ahora ella la contemplaba a través de la ventana.

Dicen que la realidad supera la ficción, así que ¿por qué no?
ResponderEliminarAsí es, Cabrónidas, nunca se sabe...
EliminarGracias.
Un abrazo. :)
Buen articulo merche
ResponderEliminarGracias, Fernando.
EliminarUn abrazo. 🤗