Enma y María contemplaban el mar desde lo alto de las rocas. Ninguna hablaba, el viento les revolvía los cabellos y la ropa y ellas, impertérritas, miraban el infinito de aquel horizonte acuático que parecía eterno. De pronto, desde algún lugar a sus espaldas, les llegó una sonora alarma.
—¡Ya vienen! —Exclamó María con voz compungida, mientras miraba a su hermana—. Tenemos que marcharnos.
Enma, con lágrimas en los ojos, la miró y ambas se abrazaron.
—No quiero irme, —comentó Enma en un susurro, mientras las lágrimas no dejaban de caer por sus mejillas.
—Yo tampoco, pero no tenemos más remedio. Aquí corremos peligro, lo sabes ¿verdad?
Enma no dijo nada y se apartó de los brazos de su hermana, posando sus ojos de nuevo en el mar. María le tomó de la mano y tiró de ella suavemente. Enma se resistió, hasta que el sonido de la sirena volvió a alertarlas.
—¿Volveremos algún día? —Preguntó Enma entre sollozos.
Su hermana se encogió de hombros. Miraron al mar por última vez, le dieron la espalda e iniciaron el camino de vuelta.
A lo lejos comprobaron el alboroto que había en el pueblo, todos se apresuraban por salir de allí. Sus vidas corrían peligro.
Rápidamente, llegaron a uno de los autobuses, al mismo tiempo que un misil caía en el mar a pocos metros del acantilado en el que antes ellas se encontraban. Por la ventana del vehículo comprobaron, horrorizadas, cómo ese lugar, su lugar favorito, desaparecía. Llorando, asustadas, tomaron sus manos y decidieron mirar hacia delante, con la esperanza de que el negro destino las sacase de aquel horror, su casa, su pueblo, hasta ese momento.
(Dedicado a todos los que se han visto obligados a abandonar sus casas, sus ciudades, por diversos motivos. Seréis felices allá donde vayáis, pero nadie os podrá quitar vuestras raíces).
Mercedes Soriano Trapero
Foto: pixabay
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