Lo recordaba como si fuera ayer. Tenía ocho años, mi hermano mayor once y los pequeños, cinco y tres. Mi padre llegó más tarde de trabajar. No quiso cenar, se sentó a la mesa, compungido, tanto que hasta mi hermana pequeña dejó de llorar porque no le gustaba la cena.
―Me han despedido de la fábrica. ―Nos soltó a bocajarro.
Mi madre lanzó un grito velado y nosotros nos quedamos con la boca abierta.
―Ha habido recortes. Han llegado máquinas nuevas que hacen el trabajo de cinco hombres por lo menos. No hemos podido hacer nada.
―Pero…, y…, ¡ay, Juan! ¿Y ahora qué hacemos?
Si mi padre estaba destrozado, mi madre aún más. Solo teníamos el sueldo de mi padre y, a veces, ni nos llegaba, como continuamente repetía mi madre. Yo heredaba la ropa de mi hermano mayor y los pequeños la nuestra. Apenas teníamos juguetes, a comparación de otros niños del barrio y en el cole nos llamaban la familia harapos. A mí me daba igual, era feliz.
―Yo puedo trabajar, padre. Seguro que necesitan a un chico de recados en la tienda de la esquina, como hago los veranos.
Mi madre comenzó a sollozar y los pequeños, al verla, la imitaron.
―No, hijo, no consentiré que dejes la escuela, como yo tuve que hacer. Los estudios son tu futuro.
Mi hermano me dio una patada por debajo de la mesa.
―Trabajaré yo, los Philips necesitan una niñera para los mellizos. Les caigo bien, seguro que me cogen.
―No, hija, te digo lo mismo que a tu hermano. Tú también debes estudiar. Es tu futuro.
―Padre, las mujeres no tenemos futuro.
―No digas eso, vas a ofender a tu madre. Algún día se demostrará que sois tan válidas como los hombres, tiempo al tiempo nada más.
Mi padre era un adelantado a su época y ese día nos lo demostró con creces. Aquella cena nos sirvió para unirnos mucho más como familia, para ayudarnos entre nosotros y luchar por nuestro futuro, como así querían nuestros progenitores.
No pude dormir en toda la noche. Oía los murmullos en la habitación de mis padres y de vez en cuando los sollozos de mi madre.
Sin embargo, al día siguiente, nos levantaron con una gran sonrisa y como si nada hubiera pasado. Mi padre se marchó a buscar trabajo, o eso pensamos en aquel momento, y mi madre nos echó una pieza de fruta más en la cartera del colegio.
Como todas las mañanas, salimos de casa los cuatro rumbo al colegio. Mi hermano mayor con mi hermana pequeña a hombros y yo tirando de Luisito. Tan diferentes a la noche anterior habíamos visto a mis padres, que no comentamos nada de lo sucedido en todo el camino.
Solo las ojeras de mi madre la delataban. Recuerdo que me volví para ver cómo nos despedía desde la puerta y en el tejado de nuestra casa vi posadas dos palomas blancas. Tan bonitas que parecían irreales. Me dieron tanta paz y esperanza, que hice como mis padres, olvidarme de los problemas y sonreír.
Muchos años después nos enteramos de lo que esa noche ocurrió. Era evidente que no teníamos mucho dinero y que el trabajo de mi padre nos mantenía; sin embargo, él se guardaba un as en la manga. Mi abuelo le había dejado una gran cantidad de dinero, pero él no la quiso y se depositó en el banco para sus nietos, es decir, mis hermanos y yo. Ni siquiera mi madre sabía de la existencia de ese capital. Mi padre solo quería que nosotros estudiáramos; él no lo pudo hacer y eso le dolía cada día más en su vida. Ese dinero estaba destinado a nuestros estudios, como así se prometió a sí mismo cuando el abuelo murió.
Esa mañana, mi padre fue al banco y sacó solo un tercio de ese capital. El resto lo siguió guardando para nosotros. Alquiló un pequeño local y compró unas telas. En un mes teníamos un negocio de telas, Los harapos se llamaba. Poco a poco llegaron clientes y con la ayuda de mi madre, los primeros encargos de trajes a medida. En un año, mi padre recuperó lo que había cogido del banco y lo devolvió al depósito que estaba a nuestro nombre. La constancia de mi padre y su pundonor nos guio; pero también el ejemplo de mi madre, su trabajo y tesón.
Nosotros nos esforzamos mucho con nuestros respectivos estudios y todos conseguimos una carrera universitaria. Aunque mi hermana pequeña continuó con el negocio familiar que con los años fue ampliándose hasta convertirse en una gran multinacional textil.
Esa noche aprendí una gran lección: a tener esperanza, a luchar por nuestros sueños y a estar siempre unidos a aquellos que verdaderamente nos quieren.
¡Es verdad que siempre hay una esperanza! Mientras estemos aquí, la tenemos. Lo que sí, ¡Atención! Para que no se nos escapen las señales, cuando todo parezca ser nomás obscuridad, allí está un huequito tenue que es la puerta que debemos siempre ESPERAR. Gracias Merche, abrazosssss
ResponderEliminarHe tenido que activar la moderación de comentarios, Maty, empezaron a salir comentarios no deseados...
EliminarCreo que no salió mi comentario. Esto es una prueba
ResponderEliminarSííííííííí, salieron los dos, jeje.
EliminarAsí es, Maty, siempre tenemos que tener esperanza, pase lo que pase, aunque sea muy difícil.
Gracias por pasar.
Un abrazo. :)
Nos ha encantado el relato 😉 y es cierto, siempre hay que luchar y tener esperanza. El relato nos hizo recordar un frase que tenía una de nuestras abuelas: "el que guarda siempre tiene". Saludos! 🙋♂️🙋♀️
ResponderEliminarAsí es, gran sabiduría de los abuelos.
EliminarGracias por vuestra visita.
Un abrazo. 🤗