Un día cualquiera.
La encontró al final del supermercado, sumergida en las diferentes bebidas que el establecimiento ofrecía, en concreto los zumos, los miraba a cierta distancia, parecía leer las miles de variedades que había, pero sin decidirse por ninguna, de vez en cuando ponía algún gesto contradictorio que enturbiaba su bonita sonrisa.
―Es difícil decidirse, ¿verdad? Yo pruebo cada vez uno diferente… ―Dijo por fin acercándose a ella.
Lo miró y, con la misma incertidumbre de los últimos momentos mientras contemplaba la hilera de zumos, exclamó algo ruborizada:
―Sí, hay demasiados, en mi época no había tantos, únicamente los típicos, no era necesario más. ¿Por qué complicarse tanto la vida?
―Es cierto, los humanos tendemos a complicarnos la vida demasiado y las múltiples variedades de un producto así lo demuestran. A mí me gusta el zumo de manzana, sin nada más. Bueno, pues a veces es difícil encontrarlo.
―¡Claro! Los de toda la vida: naranja, manzana, piña… Ahora están mezclados hasta con leche.
Y sin añadir nada más, lo miró, le dio las ‘buenas tardes’ y se fue. Él se quedó desconcertado y triste a la vez. La siguió, no sin antes coger un paquete de zumos de manzana.
La encontró, esta vez mirando los geles de baño, vio cómo los abría cuidadosamente, aspiraba su olor mientras cerraba los ojos evocando, quizá, algún recuerdo de los años pasados. Sonreía, parecía feliz, por lo que decidió no entablar de nuevo conversación con ella. La siguió a cierta distancia.
Llevaba una pequeña cesta en la que se veían muy pocos productos, no tenía una compra planificada, pues deambulaba por el establecimiento sin ningún tipo de orden. De repente, se paró delante de la pescadería, a cierta distancia y él decidió hacerse el encontradizo.
―Hay buen pescado hoy, hemos llegado en un buen momento.
―Eso parece, pero creo que no voy a comprar.
―Le puedo preguntar el por qué, ¿es usted experta en el tema?
―Bueno, algo sé, y mi experiencia me dice que no es pescado fresco, los ojos los delatan…
―¡Ah, vaya! Pensé que sí era pescado fresco.
―Usted puede hacer lo que quiera, yo no lo compraría… En fin, tengo que marcharme, me está esperando mi hijo.
Y de nuevo se marchó, dejándolo con la palabra en la boca y con más tristeza si cabe en el corazón.
Afortunadamente, nadie había oído su conversación, y el resto de la clientela guardaba su turno para adquirir cualquier pieza de pescado. Él decidió hacerle caso y pasó de largo.
La mujer se encaminó al principio de la línea de cajas, él detrás. Se detuvo justo en la primera caja y comenzó a buscar algo en su bolso. Él hizo una seña a otro hombre que esperaba sentado en el pasillo que, al verlo, cogió su muleta y se dirigió hacia la mujer.
―¿Ya has terminado, Pilar? ¿Dónde has dejado a Carlos? ―Le dijo el hombre de la muleta con una sonrisa cordial.
―Pues no lo sé, yo he cogido lo que necesitábamos y él no sé dónde se habrá metido, estará por ahí hablando con alguien, ya sabes que se para con cualquiera a hablar, conoce a todo el mundo.
―¿Y esto es todo lo que necesitábamos? ¿Nada más?
―Sí, en casa hay de todo.
El hombre se agachó con dificultad y extrajo de la cesta lo que llevaba: dos geles de baño, un bote de aceitunas y un kilo de azúcar, depositándolo en la cinta de la caja.
Mientras, Carlos continuó con la compra que su madre se había olvidado de hacer. Esa mañana, su padre y él habían decidido llevarla al supermercado, pues parecía que estaba bien, recordaba detalles, hablaba con normalidad, pero la realidad era bien distinta. Carlos le dijo a su padre que se quedara sentado en un banco que había en el pasillo de entrada, pues no andaba muy bien debido al malestar de sus rodillas. Él y su madre se dirigieron al interior, se alejó dos metros para coger un carro de la compra y la perdió de vista. Cuando la volvió a ver, deambulaba entre los zumos sin saber muy bien qué coger y, lo peor, sin saber quién era él cuando se acercó a hablar con ella.
Sus padres habían tenido una pequeña tienda en el barrio, tenían de todo y, efectivamente, conocía muy bien los productos y el pescado. Nada más pasar al supermercado, se desorientó completamente, perdiendo, incluso, la noción del tiempo, de lo que tenía que comprar y olvidándose de su propio hijo. Repentinamente había retrocedido en el tiempo y, aunque su tienda era mucho más pequeña, se veía a sí misma en ella colocando los productos en las estanterías, vigilando el pescado y hablando con otros clientes, sin saber que era su propio hijo, ya un hombre, el que le hablaba con cariño intentando que lo recordara por sus propios medios.
La enfermedad había empezado hacía algunos años, de una manera progresiva. Los médicos les habían dicho que podía llegar el momento en que no los reconociera, pero Carlos no quería creer que eso podría pasarle a su madre y, por desgracia, había llegado el día, un día cualquiera que nada presagiaba lo que iba a deparar.
A cierta distancia, vio cómo su padre recogía a su madre en la caja, pagaban la pequeña compra que llevaba y se dirigían al coche, dónde lo esperarían. Carlos volvió entonces sobre sus pasos y, escondido en la sección de mascotas, la menos transitada del supermercado, lloró por su madre, por su enfermedad, por lo que acababa de ocurrir. Hubiera deseado no tener que asistir a un momento así en su vida, hubiera dado todo lo que tenía por no ver el deterioro de ninguno de sus progenitores, pero era ley de vida y ellos no durarían para siempre, por desgracia.
El timbre del teléfono rompió su llanto: era su padre.
―Carlos, estamos en el coche. Tu madre se ha empeñado en que te llame, dice que no te ha visto por el supermercado y por si te habías perdido.
―He ido detrás de ella todo el rato, papá, he hablado con ella, incluso, pero no me ha reconocido…
―¡Ah! Entiendo… Bueno, aquí te esperamos, no tardes.
Su padre, como siempre, parco en palabras, colgó el teléfono, mientras oía cómo su madre le decía: “a ver si se va a perder, que este sitio es muy grande y él no está acostumbrado a estas tiendas tan grandes”.
Y su madre como siempre, protegiéndolo, velando por él, cuando, sin saberlo, era ella la protegida.
Se recompuso, cogió deprisa lo que le faltaba, pagó y salió al encuentro de sus padres para que su madre no se preocupara más por él. Al llegar al coche, inevitablemente, ella le riñó por la tardanza, sin acordarse siquiera que, momentos antes, habían hablado sobre los zumos y el pescado.
Lo que parecía que iba a ser un día normal, no había sido así y, a partir de entonces, los episodios como ese se sucederían. Mientras, su madre, en el asiento de atrás, no paraba de relatar por su tardanza; su padre, a su lado, con una resignación propia del que ha vivido todo y más, lo miró y apretó su mano que descansaba sobre la palanca de cambio, a punto ya de iniciar la marcha. Por suerte, lo tenía a él y juntos lucharían porque su madre fuera feliz el tiempo que le quedara, aunque no conociera a ninguno de los dos. Ahora les tocaba a ellos desvivirse por ella y así lo harían.
Mercedes Soriano Trapero
Escribí este pequeño cuento, historia o realidad hace tiempo, pero hoy quiero compartirlo con todos porque el otro día, 21 de septiembre, fue el día mundial del Alzheimer y es, por tanto, un buen momento para hacerlo.
Mando desde aquí mi apoyo tanto a enfermos como a familiares, y, como en el cuento, que sea siempre el cariño, el afecto, el amor y la felicidad lo que predomine en todos ellos.
Hola, Merche, muy emotivo, bien narrado y los diálogos muy logrados. Me ha gustado mucho. Un abrazo!
ResponderEliminarHola María Pilar, gracias por tu comentario. Un abrazo. :)
EliminarTan bueno este relato como que me ha movido por dentro, lo he vuelto a vivir. Gracias Merche, me llega tu apoyo. Es verdad que ellos tienen que partir y todas las formas son dolorosas, pero esta lo es en particular. Un abrazo grande.
ResponderEliminarGracias Maty y ánimo. Un fuerte abrazo. :)
EliminarMuy bonito Merche, y triste también, claro. La verdad es que es un verdadero fastidio que muchas personas terminen, o vayamos a terminar, así. Una cosa es padecer ciertas enfermedades o complicaciones de salud y otras terminar con esta enfermedad, Parkinson, cánceres, etc. Todos deberíamos de morir porque se nos parara el corazón, de viejo, y ya. Sin sufrir ni padecer, ni nosotros ni nuestros familiares.
ResponderEliminarUn abrazo!
Una pena Antonio, me uno a esa forma que describes de terminar la vida, así debería ser siempre. Un abrazo. :)
EliminarEste tipo de casos hacen que me pregunte qué es más importante, si el cuándo o el cómo.
ResponderEliminarGracias por tu comentario. Un abrazo. :)
EliminarNo he dejado de acordarme de mi padre con quien viví situaciones parecidas, Merche. Pese a que iba cada día a acostarlo, había momentos dolorosos en que no me reconocía.
ResponderEliminarUn fuerte abrazo :-)
Una pena, Miguel. Lo siento mucho. Un abrazo. :)
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