03 febrero 2022

La carta.

 


La carta

El reloj del salón no paraba de marcar el incansable tiempo con su característico “tic-tac”. En la calle, la obra en un solar vecino con sus miles de ruidos… “¡Así no hay quién se concentre!”, pensaba Don Raimundo. Tiró el bolígrafo sobre la mesa asqueado y se fue al balcón de su vivienda, frustrado, quería escribir la carta que hacía años que debería haber escrito, pero no era capaz, no lograba concentrarse; otras veces ninguno de esos ruidos le habría molestado para escribir uno de sus artículos o uno de sus cuentos que publicaba, por fascículos, en un periódico local. Ahora, a sus 70 años le costaba más concentrarse o “¡qué demonios!”, como él siempre decía, el miedo le atenazaba el cerebro y la mano, tenía temor a lo que el destinatario de la misiva pudiera pensar, actuar o lo contrario, no hacer.

Don Raimundo, como era conocido en el pueblo, fue juez de paz, alcalde, periodista y albañil, “todo en uno”, su frase preferida, y a esas cuatro tareas se dedicó toda su vida como un círculo vicioso que lo atrapaba, pues las cogía y las dejaba como si de un normal tranvía se tratara. Hasta que se jubiló, hacía cinco años, y las dejó, de manera radical, todas, excepto una: escribir, pero ya solo lo hacía por pura pasión a las letras, a veces le publicaban sus palabras en su antiguo periódico, pero él prefería escribir para él o para su mujer, los dos únicos años que vivió después de jubilarse, no pudieron disfrutar de ese nuevo tiempo juntos que les esperaba, él, resignado, lo aceptó desde que le diagnosticaron la temible enfermedad y lo asumió de la mejor manera posible. Tuvieron cuatro hijos, dos chicas y dos chicos, extraordinarios todos, ninguno vivía en el pueblo y la más cerca la tenía a 30 km. Todos habían hecho sus vidas y él agradecía que así hubiera sido. Sin embargo, su hijo pequeño era la espinita que tenía grabada en el corazón. Apenas cumplió los veinte años dejó el pueblo, como habían hecho sus hermanos anteriormente, pero por un motivo diferente: tuvo una pelea enorme con su padre y ya no volvieron a dirigirse la palabra. Ambos tenían un carácter similar, tozudos y orgullosos, acérrimos defensores de sus creencias que propugnaban con pasión allá donde fuera necesario. Y eso ocurrió, un domingo en una comida familiar, salió el tema político a relucir y ambos se enzarzaron en una disputa que nada tenía que ver con los miles de enfrentamientos políticos que ya habían tenido antes al respecto. Don Raimundo era de derechas, militante del partido casi desde que tuvo uso de razón, defensor a ultranza de sus ideas, igual que había visto en su padre y en su abuelo; su hijo, de izquierdas, contrario totalmente a las ideas de su progenitor y nada de acuerdo con las políticas que este llevaba en su pueblo. El resto de los hijos y su mujer preferían abstenerse de entrar en temas políticos con él, ya que era imposible llevarle la contraria o adoptar una actitud de centro; sin embargo, Juan, su hijo, muy parecido al padre y al abuelo, pero con ideas totalmente contrarias, ese día no se pudo contener y acabó estallando, aunque desde el otro lado de la mesa, su madre y sus hermanas le hicieran señas de que parara y no siguiera hablando. No lo hizo e, indignado, cogió sus pocas pertenencias y salió de la casa para no volver nunca más. Su madre no consiguió aplacar a ninguno y, en silencio, sufrió las consecuencias de sus respectivos orgullos, aunque siempre mantuvo contacto con su hijo y este, enamorado de su madre, acudió a su entierro pero sin dirigirle la palabra a su padre que, desde el otro extremo del banco, lo miraba de soslayo sorprendido por su gran parecido con él y admirándolo por el puesto que ocupaba: consejero de educación de su región.

Desde ese día en el que ninguno de los dos hizo nada por acercarse al otro y olvidar su orgullo, aunque supieran que la que ahora despedían lo había dado todo en la vida porque ambos volvieran a hablarse, y aunque sus otros hijos y hermanos respectivamente, día tras día se lo decían a uno y a otro, su actitud fría y distante contrastaba con la unión que el resto tenía. Sin embargo, algo en su corazón se movió ese triste instante en el que todos volvieron a casa de sus progenitores después del sepelio y, Juan, despidiéndose de sus hermanos, cogió su coche y se marchó. De lejos, Don Raimundo pudo ver que su hijo había formado una familia y que en el asiento de atrás se montaban dos niños de apenas diez años a los que no conocía, es más, ni siquiera los había oído nombrar, puesto que había prohibido a su mujer hablar de él en su presencia. Dolido, triste, cansado, tomó la decisión de hacer las paces con él y, por primera vez, una lágrima rodó por sus mejillas, no solo porque el pilar de su vida, su mujer, se había marchado definitivamente, sino porque su sangre, su propia sangre, se había convertido en un extraño para él.

Su hija mayor, al verlo, fue a consolarlo y lo introdujo con cariño en el coche. Él ya no era el mismo, de repente el peso de la vida había caído sobre su alma como una losa y se prometió a sí mismo que no moriría tranquilo hasta que su hijo volviera a dirigirle la palabra.

Una vez recuperado, sin decírselo a nadie, buscó la dirección de su hijo en Internet, la del trabajo, pues no sabía mucho más, y decidió escribirle; pero las palabras, que tan fácilmente le salían en algunas ocasiones, ahora parecían no querer hacerlo y cualquier motivo era suficiente para postergar la tarea. No sabía cómo empezar, ni qué decir, ni cómo acabar, ni lo que pensaría él, ni cómo actuaría. Tenía miedo de que no leyese la carta, de que siguiera distante y frío. Habían pasado demasiados años.

En alguna ocasión, su hijo sí había intentado acercarse a él, a través de su madre o de alguno de sus hermanos, pero él, entonces, no quiso saber nada y siguió en sus trece llamándolo palabras que no le gustaba ni siquiera repetir. Ahora, en la vejez, reconocía que se había excedido, que cualquiera puede tener las ideas que quiera ya que el mundo se sostenía de eso precisamente: de los gustos e ideas diferentes de la gente, esto es lo que hacía grande a un pueblo, a una nación, el pensamiento divergente de sus ciudadanos y la capacidad de llegar a un buen entendimiento entre posturas encontradas. Esperaba que no fuera tarde ya y que su hijo comprendiera su cambio de actitud.

Y tras varios días intentándolo, cogió de nuevo el bolígrafo con férrea decisión y escribió seis palabras únicamente, las seis palabras más difíciles de su vida, las que más había pensado, sopesado y meditado. Dobló el papel, lo introdujo en un sobre, puso el nombre, el cargo y la dirección de su hijo en la Consejería correspondiente y lo llevó al servicio postal. No puso remite y, por el camino, decidió comprar un sello en un estanco y echar la carta en un buzón, el cartero lo conocía bien y no quería dar ningún tipo de alas a las habladurías del pueblo, de sobra era conocida la disputa que ambos mantenían, hasta el punto de que estas podían llegar antes a los oídos de su hijo que la propia carta.

Los días sucesivos, Don Raimundo, ansioso, nostálgico, se lamentaba por no haber escrito algo más, por no haberle contado su vida en todos esos años en los que tanto había sufrido por no tener su presencia, en las reuniones familiares como en los momentos de soledad que ahora experimentaba al no estar su mujer en casa. Su ausencia se había notado más que la de cualquier otro hijo y, aunque no daba muestras de ello, lo echaba terriblemente de menos y deseaba conversar con él, igual que hacían antes de marcharse, pues ambos amaban la política.

La semana pasó y su hijo no se había pronunciado. No le iba a echar la culpa al cartero, sabía que la carta había llegado, el correo ya no funcionaba tan mal como antiguamente. “Debería haber escrito más...”, repetía una y otra vez. Ya no sabía si debía escribirle otra vez o contárselo al resto de sus hijos para que lo ayudaran… Sus cavilaciones terminaron cuando el timbre de la puerta empezó a sonar insistentemente:

—¡Ya voy, ya voy! ¡Qué prisas!

Sus tres hijos lo esperaban al otro lado de la misma.

—Pero si tenéis llave, ¿para qué llamáis?… ¿Y qué hacéis aquí, un lunes a estas horas? ¿Ha pasado algo? —Les dijo sorprendido por encontrárselos allí.

—No pasa nada, papá, hemos venido a hacerte una visita, nada más. Anda, vamos dentro. —Comentó su hija mayor.

—¿Los tres juntos? ¿Y vuestros respectivos? ¿Y los niños?

—Cuánta pregunta, papá. ¿Es que no te alegras?

Los cuatro se sentaron en el salón y empezaron a hablar de asuntos banales. Media hora después, el timbre de la puerta volvió a sonar. Don Raimundo hizo amago de levantarse a abrir, pero su hija mayor se lo impidió.

—¿Quién es? —Preguntó desde su sillón favorito al ver que no entraba nadie al salón.

Su cara cambió en un segundo al ver a su hijo Juan dirigirse hacia él con la carta que le escribió en la mano. Estupefacto, comprendió entonces por qué estaban allí sus otros hijos, las lágrimas comenzaron a correr por sus mejillas y sin decir una palabra se fundió en un abrazo con su hijo. Ninguno dijo nada, nadie habló, las palabras eran sustituidas por gestos, esos tan bonitos de amor filial y fraternal. A todos, las emociones les desbordaban y las lágrimas afloraban casi sin querer. Por fin, Juan pudo desasirse de los brazos de su padre y mirándolo a los ojos, abrió la carta que llevaba en las manos, la carta que una semana antes su padre había mandado a su trabajo y que él había recibido entre extrañado y confuso, llamando a continuación a sus hermanos y tramando juntos ese esperado encuentro. Y con un nudo profundo en la garganta, con los ojos llenos de lágrimas y con el corazón abierto de amor y profundo respeto ante el hombre que le había dado la vida, leyó en voz alta: “Lo siento. Te quiero. Tu padre". No dejó que su padre hablara, no había nada que explicar, dejando la carta a un lado dijo con voz clara y contundente: “Lo siento. Te quiero. Tu hijo".

La familia no volvió a separarse y juntos, cogidos de la mano, llevaron flores al sitio en el que reposaba el cuerpo sin vida del pilar, mujer y madre, de todos ellos. Ella, desde el lugar en el que estuviera, esbozaba una gran sonrisa.

                                                                           Mercedes Soriano Trapero

Premiado en el V Certamen de la Cofradía de la Virgen de Gracia y del Rosario de Paracuellos de la Vega (Cuenca). Agosto 2019. Primer Premio.



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