14 mayo 2022

Cheval.

 


Cheval

Pasó corriendo a su lado cuando lo vio por primera vez: un ejemplar majestuoso, imponente, esplendoroso; mostraba el porte y el brío de un animal joven, con ímpetu y ansias de libertad. Sus crines se agitaban salvajes al viento, como él. Su tono cobrizo, uniforme por todo su cuerpo, brillaba al sol y relucía compitiendo por cual de los dos era más hermoso.

Don Alberto, como era conocido por todos en el pueblo por haber sido maestro allí desde hacía muchos años, ahora jubilado, lo seguía con la mirada, absorto en sus movimientos, en su distinción, en su belleza. Era el caballo más espectacular que había visto nunca y hablaba con conocimiento de causa, pues siempre había tenido algunos en la finca en la que vivía, hoy totalmente desangelada y con el único uso de las dos o tres habitaciones que él necesitaba.

Le extrañó que no estuviera con su manada, allí eran típicos los grupos de potros salvajes, libres por el monte.

El caballo frenó su carrera y se acercó a él, curioso. No se dejaría acariciar, pero Don Alberto se acercó a él cauteloso, por si acaso. Efectivamente, se alejó cuando le vio las intenciones; sin embargo, lo siguió de cerca, mientras daba su paseo matutino, teniéndolo siempre en el punto de mira.

Cuando regresó a casa, a lo lejos, en lo alto de la montaña, seguía corriendo y mostrando su poder, y, con una cabriola a modo de despedida, desapareció.

Al día siguiente, Don Alberto salió antes de lo acostumbrado. Tenía una nueva ilusión en su vida: admirar aquel ejemplar que había aparecido de la nada el día anterior y que esperaba, de una manera ansiosa, volver a contemplar. Sus días, desde que murió su mujer, eran bastante solitarios y en la finca ya no quedaba nada, ni animales ni trabajadores, únicamente una soledad creciente llenaba sus minutos y solo sus libros lograban calmar el desasosiego del paso del tiempo. Por tanto, aquel animal que tan maravillosamente se había acercado hasta él, el día anterior, era lo más novedoso que había en su vida.

Por suerte, no tardó en aparecer, del mismo modo que la víspera, primero mostrando su grandeza en su trote y después siguiéndolo de cerca. Don Alberto intentó acariciarlo de nuevo y, tan embelesado estaba en acercarse a él sigilosamente y sin querer asustarlo, que no vio una piedra en el camino, tropezó y cayó de bruces contra el suelo, afortunadamente pudo poner las manos antes de caer para no romperse la cara. El animal relinchó al viento nervioso y, muy poco a poco, se acercó hacia el hombre que había conseguido sentarse en el suelo, algo aturdido por la caída.

Tenía las manos ensangrentadas, pero nada roto, a su edad una caída puede traer nefastas consecuencias. El caballo fue superando su desconfianza y viendo que Don Alberto no se levantaba del todo, acudió mansamente donde estaba.

Desde el suelo, a Don Alberto le parecía todavía más grandioso, más imponente, sus músculos vibraban debajo de su piel, nervioso, intranquilo. Le mostró las manos llenas de sangre, en señal de ofrecimiento, de que no le haría daño. El animal olisqueó su sangre bufando, parecía como si comprendiera y asumiera su dolor al mismo tiempo. Después, con el hocico le dio en el brazo, invitándolo a levantarse. Antes de hacerlo, el hombre sacó una botella de agua del bolsillo y se lavó las heridas con ella. El animal lo miraba intrigado.

—Gracias por preocuparte. Eres un animal majestuoso, ¿lo sabías?

Con dificultad, se levantó, se sentía algo dolorido, pero la compañía de ese animal a su lado le reconfortó. Se palpó las articulaciones, todo parecía estar bien, excepto las heridas de las manos que no dejaban de sangrar.

—Creo que voy a tener que volver a casa, a curarme, estas heridas no son problemáticas, pero si no se tratan a tiempo, pueden causar problemas.

El animal lo miraba con sus grandes ojos negros, parecía que lo entendía, incluso, lo observaba con suma atención. En un movimiento todavía más sorprendente para Don Alberto, dobló sus patas hasta quedarse tendido en el suelo, mostrando su lomo al hombre para que lo montara.

—¿De verdad? Me dejas subir encima tuyo…

No dudó ni un segundo y agarrándose a sus crines se subió a él. No tenía ningún miedo, no era el primer animal que montaba sin silla y, aunque la edad no lo acompañaba, quiso aprovechar la ocasión, algo así no se vivía todos los días.

El animal inició un ligero trote rumbo a la casa del hombre. Este sentía su poder debajo suyo, era fascinante poder montarlo. Volvió a sentirse joven, los bríos del caballo eran también los suyos, sentía incluso su sangre correr por las venas, transmitiendo ese mismo movimiento, esa misma energía, a él. Miró hacia el sol y una lágrima resbaló por su mejilla: “¡qué sensación más agradable!”, pensó, se sentía pletórico, feliz, entusiasmado.

El caballo aligeró el paso, notaba su felicidad y quería corresponderlo. Don Alberto acarició sus crines, su pelaje, eran suaves, tiernas, a pesar de vivir en libertad no presentaba suciedad en su cuerpo.

Ya en la puerta de la finca, en un paseo que para el hombre había durado poco, el caballo dobló sus patas y de nuevo dejó que pudiera apearse sin dificultad.

—Gracias, muchas gracias. No sabes lo bien que me siento. Ha sido emocionante… Te llamaré Cheval, ¿te gusta? Es mucho más bonito que ‘caballo’, el idioma francés es lo que tiene a veces: es más sonoro que el español.

El recién bautizado Cheval brincó en el aire y, emitiendo un gran relincho, salió trotando.

Su amistad fue en aumento con el paso de los días. Don Alberto comenzó, incluso, a ponerle comida cerca de la puerta. Quería tenerlo cerca, los paseos se le quedaban cortos y deseaba su compañía; sin embargo, Cheval era un espíritu libre y, aunque se dejaba montar y comía la comida que su amigo le ofrecía, volvía a la montaña en cuanto tenía ocasión.

Don Alberto no intentó, en ningún momento, encarcelarlo en su finca, no quería ser egoísta, lo dejaba disfrutar de su libertad y, el animal, volvía a él cuando quería o cuando le apetecía.

Le contaba su vida mientras lo montaba, sus sueños frustrados, sus amores de juventud, sus miedos… Don Alberto siempre sentía lo mismo por parte del animal: como si lo comprendiera y que, en cierto modo, estaba ahí para curar o, al menos, mitigar su soledad.

A veces, cuando paseaban tranquilos, lo apremiaba para que fuera más rápido: “vuela, vuela Cheval, más rápido, más rápido que el viento y el rayo”. Con el brío de la juventud en sus venas, el animal gozaba de su propuesta y corría, tanto como le permitían sus patas. El hombre se agarraba a las crines para no caer, hasta que fue tal la confianza, que se soltaba y gritaba al viento como si de un guerrero medieval se tratara, espada en mano, a conquistar nuevos territorios. En esos momentos, ambos parecían uno y el tiempo se detenía, sorprendiéndoles la noche en más de una ocasión. Parecía, entonces, que el animal tenía el raciocinio propio del ser humano y era él el que ponía rumbo a la casa. Don Alberto llegaba exhausto, cansado, y se iba directamente a la cama, sin probar bocado, pero con una sonrisa de oreja a oreja y su corazón henchido de felicidad.

Seis meses después de que Cheval apareciese en la vida de Don Alberto, ambos desaparecieron. Del primero, nadie tenía conocimiento, pero al segundo lo echaron de menos en el pueblo cuando no fue a buscar comida o sus medicinas. El propio alcalde, que tenía llave de la finca, se personó en la misma, pero no lo encontró. Únicamente vio el desorden que había en las habitaciones: la cama sin hacer; la cocina llena de platos por todas partes y comida en mal estado; en el despacho, libros que hablaban de caballos abiertos por los rincones y un folio, encima de la mesa, con una única palabra escrita: Cheval.

Se preparó una expedición para salir a buscarlo al monte, conocían los largos paseos que solía dar por aquellos parajes; casi todo el pueblo participó, pero nunca dieron con él, ni vivo ni muerto.

Los más ancianos del lugar cuentan que, como en el famoso libro de Cervantes, se volvió loco leyendo libros, esta vez sobre caballos, y desapareció cuando fue al campo en busca de uno de esos potros salvajes que deambulaban por allí. Sin embargo, la leyenda de su desaparición fue más allá que esa pobre teoría, admitiendo que uno de esos caballos llegó hasta él, ambos se fundieron en uno solo y hoy recorren, libres, los bosques y las montañas, como un alma única, como espíritus nobles que salvaguardan a aquellos que se adentran más de la cuenta entre los árboles. La leyenda afirma que animal y hombre, hombre y animal, pueden verse galopando por las montañas en las noches de luna llena.


Mercedes Soriano Trapero

Foto: pixabay



10 comentarios:

  1. Uy, Merche, me ha gustado mucho! Creo que es bueno revivir historias anteriores! Abrazos!!!

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    1. Muchas gracias Maty. Sí, las pongo porque antes de conocer bloguers no veía el blog nadie o casi nadie... Como se suele decir, si la página bloguers y todos las que la formáis no hubiera entrado en mi blog, tal vez hubiera dejado de publicar en el blog. Gracias por tu comentario. Abrazos. :)

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  2. Un animal de semejante nobleza necesitaba una historia a la altura de la misma.;)

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  3. Un relato muy bonito Merche, muy tierno. Logras transmitirnos esa bonita amistad entre el anciano y el caballo. El final sublime. Saludos.

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    1. Muchas gracias Ana, tus palabras siempre me alientan. Un abrazo. :)

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  4. ¡Qué hermosa leyenda, Merche!
    Ha sido un disfrute leerla.
    Feliz puente y un abrazo.

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  5. Al final, dos espíritus libres, Merche.
    Un fuerte abrazo :-)

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