13 septiembre 2022

Catorce de septiembre.

 

     ¡Hola!

     Y hoy toca romance, dentro del reto de la web Letrarium, doce dados con doce palabras que deben ser incluidas en un relato que no supere las 1300 palabras, yo me he quedado en 1294 (por los pelos y es que estaba disfrutando con la historia de amor, me ha costado ponerle fin).

      Espero que os guste.

     ¡Gracias por leerme!





Catorce de septiembre


Desde la acera contraria, Mario contemplaba la fachada del hotel, habían transcurrido treinta años desde que pasó el mejor momento de su vida, en una habitación de ese pequeño hotel que ahora observaba, rememorando las sensaciones que vivió y recordando, sobre todo, a ella, a Lucía, la chica del vestido azul y la maleta roja, que dejó su fragancia grabada en su piel con una tinta que ni siquiera el tiempo había conseguido borrar.

Aquel día, 14 de septiembre, celebraban una fiesta de etiqueta de la empresa en la que acababa de empezar a trabajar, en unos salones cercanos. Acudió a la misma acompañado de su novia, hija de uno de los accionistas de la empresa. Desde el primer momento se sintió fuera de lugar, igual que se sentía durante todo el pasado año, el tiempo que llevaba con esa chica que conoció en una discoteca y que le había cambiado la vida “para mal”, como él siempre admitía. Se dejó llevar y, de repente, estaba metido en un círculo vicioso, el cual le resolvía la vida, pero en el que no se encontraba a gusto. Ella dejó de gustarle a los pocos meses de iniciada su relación, sin embargo, le había proporcionado un buen trabajo, a su familia le encantaba, había ascendido de categoría, conocido mundo, en cambio, no era feliz.

Esa fiesta fue el colofón de sus frustraciones, la gota que colmaba el vaso: no quería esa vida, aunque sus amigos le dijesen que le había tocado la lotería… Él no pertenecía a ese mundo y no se adaptaba. A la hora de comenzada la fiesta, se marchó, sin dar explicaciones a nadie, sin despedirse, no pensaba volver.

Deambulaba por la calle cuando vio a Lucía, parada en la puerta de ese pequeño hotel, un local modesto de los muchos que había en la ciudad. Con la cabeza agachada, miraba su bolso buscando algo, probablemente dinero. Le gustó nada más verla, su pelo corto alborotado, negro, sus gafas azules, a juego con su vestido, su cara redonda y unos labios que incitaban a ser besados… No era tan deslumbrante como su novia, pero irradiaba frescura, sencillez, humildad, y eso a Mario le encantaba.

—¡Hola! ¿Puedo ayudarle?

Lucía alzó la cabeza y lo miró, su cara reflejaba sorpresa, también precaución.

—¡Hola! No encuentro la tarjeta de crédito, la debo haber perdido. —Comentó mientras sujetaba con más fuerza su bolso.

—Si quiere le acompaño a la policía y ponemos una denuncia. —Dijo Mario, con el corazón latiéndole a mil por hora, nunca antes en su vida había tenido un flechazo tan intenso, el olor del perfume de esa chica, a vainilla, su aroma preferido, lo había terminado de hechizar.

—No hace falta, no se preocupe, luego la daré de baja, gracias por interesarse. ¡Adiós!

Mario se quedó paralizado con ese “adiós”, no podía irse, quería conocerla mejor.

—Espere, ¿le apetece tomar algo conmigo?

Ella miró su reloj, después su maleta y accedió.

Entraron al bar que había al lado del hotel y ella, como si lo conociera de toda la vida, comenzó a hablar, primero las presentaciones básicas y después Lucía empezó a hablar de sus sueños, algo de lo que Mario no hablaba nunca, con nadie, lo cual le sorprendió aún más, le gustó su espontaneidad y que le abriera esa parcela de su corazón.

Lucía tenía un gran sueño: viajar y justo en ese instante en que se habían conocido, acababa de llegar a esa ciudad. A continuación visitaría otro país y otro y otro hasta que se cansara. Conforme relataba su futuro inmediato, Mario veía el brillo en sus ojos, la ilusión, el entusiasmo que dejaban sus palabras y cómo le hablaba de los países que quería visitar. Mario la dejaba hablar, mientras se llenaba de su aroma, de sus ojos, de su alegría. Él ya había visitado muchos de los lugares que mencionaba, pero no había visto ni la mitad de cosas de las que Lucía comentaba, suponía que porque no había mirado el mundo con sus maravillosos ojos.

Sin saber cómo, ni de quién había sido la idea, ambos acabaron en una habitación de ese pequeño hotel, amándose, pero no de forma desenfrenada como dos desconocidos que dan rienda suelta a su pasión, sino como dos enamorados que llevan toda la vida juntos, descubriéndose en cada beso, en cada caricia, en cada abrazo que se daban.

Solo conocían sus nombres y sus sueños, Mario, por fin, se abrió y le habló de la empresa que le hubiera gustado montar, de su trabajo soñado; mientras Lucía, apoyada en su pecho lo escuchaba atentamente. Nunca su novia lo había tratado así y, sin pretenderlo, comenzó a llorar. Lucía lo abrazó, lo besó, le acarició su cara, llenándole de las atenciones de las que carecía y tanto echaba de menos. Con cada caricia suya, Mario subía al cielo y, así, se quedó dormido.

A la mañana siguiente, cuando despertó, Lucía no estaba, solo su aroma y una nota en la almohada lo esperaban: “tú y yo tenemos sueños diferentes, si me quedo aquí contigo, ninguno de los dos los cumpliremos. Lo de esta noche ha sido especial, eres especial. Si pasado un año nos recordamos todavía, te espero en la puerta de este hotel, para ver si después del tú y el yo, puede haber un nosotros”.

Mario esbozó una sonrisa, así era Lucía, ninguno de los dos prevalecía sobre el otro y, si después de cumplir sus sueños, querían, había dejado la puerta abierta a una relación. Decidido, feliz, salió a la calle dispuesto a cumplir sus sueños y lo hizo: dejó a su novia, su trabajo y montó la empresa que siempre había soñado con ayuda de su hermano, el único que no le dio la espalda después de abandonar su anterior vida.

A nadie le habló de Lucía y tachaba en un calendario los días hasta que llegara, de nuevo, el 14 de septiembre. Pero el caprichoso destino actuó en su contra y dos días antes de su cita, tuvo un accidente con su moto, lo único que conservaba de su anterior vida. Estuvo en coma una semana, por suerte, volvió a la vida, con lesiones, pero se recuperó, lo que hizo, al mismo tiempo, recuperar el cariño de sus padres. Se lamentó de haber perdido su oportunidad con Lucía, aunque prometió buscarla por todo el planeta si era necesario.

En los últimos treinta años se había dedicado a buscarla y todos los catorce de septiembre, excepto el año del accidente, acudía a la puerta del hotel, no esperaba encontrarla, pero recordaba los detalles de esa noche y esto le hacía sobrevivir el resto del año.

No se había percatado, sin embargo, de cómo había cambiado el hotel, de cómo ahora los colores azul y rojo predominaban en su fachada, tuvo un presentimiento y con el corazón latiendo a toda velocidad, como en el momento en que habló con ella por primera vez, entró al hotel y, entonces, la vio. Se encontraba detrás del mostrador de recepción, con su pelo alborotado, su cara redonda, sus gafas azules y sus maravillosos labios que incitaban a besarla.

Lucía no advirtió su presencia, daba órdenes a otra chica que tecleaba en un ordenador. Esta, al verlo, alzó la cabeza y dijo:

—¡Hola! ¿Puedo ayudarle?

—¡Hola! No encuentro la tarjeta de crédito…

Lucía levantó la cabeza y se encontró con los ojos de Mario.

—Ya atiendo yo, María, creo recordar dónde ha olvidado la tarjeta el caballero…

Salió del mostrador, lo tomó de la mano y ambos, sin apartar la mirada uno del otro, se dirigieron a su cuarto, la habitación de Mario y Lucía, como rezaba la placa de la puerta.

No volvieron a separarse nunca más.

Mercedes Soriano Trapero

(Relato incluido en el libro Solo el amor)


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