Nada que contarte
Desde pequeña lo había tenido claro, a ella le gustaba ayudar a los demás, siempre aconsejaba a sus amigas sobre sus novios, después sobre sus trabajos…; y en su familia organizaba encuentros sociales entre todos los miembros, más cercanos o lejanos, la cuestión era juntarse para propiciar el bienestar general. Alguna vez, la reunión acababa en otros derroteros más tortuosos, pero ahí estaba ella para arreglar cualquier trifulca entre cuñados, hermanos, primos, etc. Por lo tanto, a nadie le extrañó cuando estudió la carrera de psicología y empezó a publicar, casi recién licenciada, diferentes manuales de ayuda. Tampoco se conformó con ejercer su profesión en un hospital o una clínica en casa, a ella le gustaba “complicarse la vida”, como siempre le decía su madre, y prefería casos difíciles, cuanto más difíciles, mejor, esa era su filosofía, así que todos los veranos viajaba a algún país extranjero donde fuera necesaria. Esa era su vida y así era feliz.
Un día, en una parada de autobús cercana al hospital donde trabajaba, conoció a un chico, bastante joven, que pedía dinero a la gente que esperaba. Llevaba unos pantalones vaqueros rotos y bastante manchados, una camiseta blanca y una chaqueta vaquera igual de desastrada. En la cabeza llevaba una gorra negra de una marca emblemática y en la espalda una mochila con, probablemente, todas sus pertenencias. No tendría más de veinte años. Le impactó y quiso conocer su historia.
Mientras extraía unas monedas del bolso, empezó, con cautela, a interrogarlo, con preguntas sencillas que no le ofendieran. El chico aceptó las monedas, pero no contestó ninguna de las preguntas, se negaba a entablar cualquier tipo de conversación. Le ofreció tomar un café o un bocadillo, ya que se le veía hambriento. El chico sí la miró entonces y accedió. Ambos se acercaron a un bar cercano, Julia pidió un café y su nuevo amigo un bocadillo y un refresco. Comprobó que, efectivamente, no era alcohólico ni parecía que tomara ninguna sustancia, que era español pues entendía perfectamente el idioma y que no llevaba mucho tiempo deambulando por la calle, las zapatillas deportivas que calzaba tenían, todavía, buen aspecto. Sin duda, parecía desvalido y como si lo acabaran de abandonar. Ella, normalmente, tenía ojo clínico para estos casos y con observar un poco únicamente a su paciente, podía adivinar muchas cosas. Sin embargo, se negaba a hablar, solamente repetía una y otra vez: no tengo nada que contarte.
—Bueno —le decía Julia—, dime, al menos, tu nombre. Yo te he dicho el mío.
—No tengo nombre.
—Pero, ¿cómo es posible que no tengas nombre? Todo el mundo tiene uno. ¿Cómo te llaman tus amigos, tu familia? ¿Cómo te llama tu madre?
El chico no contestaba, seguía comiendo su bocadillo con un apetito voraz, eso sí, intentaba guardar las formas, no mancharse, aunque su ropa delataba lo contrario, y limpiarse la cara tras cada bocado.
Para Julia ese era un caso difícil, muy difícil, no había conseguido extraer de él ninguna información que fuera de su interés y, por ello, le ofreció su casa para dormir, algo descabellado si su madre la hubiera oído. El chico no dijo nada, ni sí, ni no, nada. Julia le repitió el ofrecimiento, tampoco, él seguía a lo suyo. No podía dejarlo marchar en esas condiciones, le empezaba a preocupar seriamente.
—Bueno, pues encantada de conocerte, tengo que volver a casa, termina si quieres el bocadillo, ya está pagado y vete cuando quieras. Si necesitas algo, yo trabajo en ese hospital de enfrente, puedes buscarme. Ten cuidado, que la ciudad es peligrosa de noche.
Y allí lo dejó, comiéndose el bocadillo, solo dijo un tímido gracias antes de que ella saliera; pero Julia no podía irse sin conocer algo más de él. Cuando salió a la calle, se escondió y esperó a que él se marchara. El chico no tardó en salir, con el resto del bocadillo en la mano, y tomó rumbo al hospital. Julia lo siguió, él entró por la zona de urgencias, ella también, a cierta distancia de él, y una vez dentro lo perdió de vista. Preguntó al personal que estaba de guardia, a alguno de los pacientes, ninguno podía indicarle por dónde se había marchado. Decidió dirigirse a admisiones por si lo habían visto. Investigó entre sus compañeros, personal de limpieza, cafetería y nadie lo conocía o lo había visto en los últimos días merodeando por allí.
Se fue hacia la parada del autobús, desconcertada, pensando en lo extraño de esa situación, se pellizcó el brazo, no estaba soñando; pensó, incluso, en si no era real, asistía a tantos pacientes con personajes imaginarios que ya dudaba de sí misma. Volvió al bar donde acababa de estar con él y preguntó al camarero si lo había visto.
—No señora, salió después de usted y no lo he vuelto a ver, tampoco antes de hoy lo había visto por aquí. Tenga cuidado, esa gente no es de fiar.
Salió dando las gracias y enfadada, porque ya estaba prejuzgando a las personas sin conocer sus circunstancias, eso le molestaba sobremanera.
Al día siguiente regresó al trabajo, confiando en volver a encontrarse con él a la salida. Pasó el día intranquila, mirando el reloj cada dos por tres, algo nada usual en ella, cuando llegó su hora, salió rápidamente, y, allí estaba de nuevo, pidiendo en la parada del autobús. Julia se acercó contenta, esperando que se abriera un poco más que el día anterior y conseguir algo de información. Él se acercó a ella como si fuera una más de las tantas personas que esperaban el autobús, no dio muestras de alegría al verla o hizo algún tipo de comentario. “Nada que contarte”, pensó Julia. Eso es lo único que salió de su boca el día anterior y eso era lo único que reflejaba su cara ese día. Absorta, ni siquiera reaccionó para darle unas monedas, pasó a su lado sin inmutarse y lo vio marcharse, con el mismo atuendo que el día anterior y tomando la misma dirección que cuando lo vio salir del bar. No, no podía dejarlo marchar de nuevo, eso no era normal y ya sobrepasaba todos los casos que había tenido hasta ahora.
—¡Perdona! ¡Perdona!
Y lo siguió, mientras la gente la miraba pensando: “seguro que le ha robado la cartera o el móvil”.
El chico se volvió al oírla.
—¿No me recuerdas? Ayer te compré un bocadillo en aquel bar…
—Sí, gracias.
—¿Solo me dices eso? ¿Nada más?
—Estaba bueno.
Y retomó su camino, dejándola con la palabra en la boca y cada vez más atónita por lo que estaba ocurriendo.
—¡Espera, no te puedes marchar, quiero ayudarte!
—No tengo nada que contarte.
Ni siquiera se dio la vuelta para decir su frase favorita, siguió andando, impasible, ajeno a todo el mundo exterior fuera de su burbuja de protección que se había creado, no le importaba nada. Julia, con todas sus fuerzas y esperando que toda la parada del autobús pudiera oírla, pues ya imaginaba los comentarios que debía haber en ella al respecto, gritó:
—¡Déjame ayudarte, por favor!
El chico se paró en seco, estaba de espaldas a ella, con la cabeza agachada, no decía nada. Julia, a cierta distancia, sabía que el hecho de pararse, aunque no pronunciara ninguna palabra, era buen síntoma, de su actitud, de cómo reaccionara ella, de lo que dijera a continuación era decisivo: que se dejara ayudar o que no. Había escrito varios libros de psicología, estudiado mucho por su carrera y después para prepararse la oposición, para investigar para sus manuales, por curiosidad, por ambición personal, pero ningún caso como aquel había visto, ninguna circunstancia igual había presenciado. “¿Qué digo?”, pensaba, ella que siempre tenía palabras para cualquier problema o circunstancia adversa, que servía de aliento y esperanza a muchas personas al cabo del día, se había quedado muda. Y tampoco el silencio ayudaba, pues debía mantenerlo ahí, a esa distancia, no quería verlo alejarse, si comenzaba a andar de nuevo, ya lo perdería para siempre.
—No tengo nada que contarte, pero prometo ayudarte si tú me dejas.
Dijo, finalmente, susurrando cada palabra, masticándola casi y sopesando las reacciones que cada una de ellas produciría en él. Había utilizado la única frase completa que le había oído decir una y otra vez, para evitar que, precisamente, pudiera recurrir de nuevo a ella y, después, había dejado claras sus intenciones y su propuesta.
Tras unos minutos de angustia mutua, el chico se quitó la gorra de la cabeza, se volvió y dando unos pasos se la entregó. Julia, con el corazón acelerado por la adrenalina que le suponía que sus palabras le hubieran calado, cogió amablemente la gorra y pudo ver que había una hoja pegada en su interior en la que, con dificultad, se podía leer: me llamo Rubén, si me encuentran, por favor, mi dirección es calle Libertad, 57, 1º B, aquí vivo con mi madre.
Al terminar de leer la nota, vio cómo el chico, Rubén que así había descubierto por fin cómo se llamaba, estaba llorando y señalaba continuamente al hospital.
Lo cogió del brazo y ambos se dirigieron hasta allí. Investigando, descubrió que su madre había estado ingresada allí hacía un mes, en la UVI, con un cáncer terminal, muriendo el mismo día del ingreso. Rubén entró con ella y la ambulancia, pero después se escabulló por el hospital no dejándose ver. No le comunicaron que había muerto. Él, vagaba por el centro, buscándola, pero sin hablar con nadie, sin hacerse notar. No tenía dinero y por eso se puso a mendigar. Eso fue lo que ella pudo deducir, después de preguntar a casi todo el hospital. El resto de su vida lo averiguó cuando pudo entrar en su casa, gracias a la policía que le abrió la puerta, y pudo leer su historial, mientras él lo esperaba en su casa, a salvo: Rubén padecía un trastorno poco conocido, a simple vista parecía un chico normal, pero su cabeza era la de un niño de tres años, no conocía mucho vocabulario, no sabía leer ni escribir, no sabía dónde estaba su casa. Solo se aprendió el camino de la parada del autobús, que él también cogía para ir a casa, el hospital y a moverse por este, pues era el sitio que más frecuentaban, por su enfermedad y por la de su madre. No tenía otros familiares, su padre murió cuando él era un niño y no tenía parientes en la ciudad. Su madre lo había tenido recluido en casa, pues la escuela no quería atenderlo, tampoco había recibido la visita de ninguna institución pues “era un caso perdido”, como señalaban algunos informes. Su madre, con pocos recursos y poca cultura, lo tenía escondido pensando que ella no se moriría antes que él. Conocía su enfermedad, pero se obsesionó con la idea de que las pastillas que le habían mandado la salvarían, duró un año así, hasta que un día no pudo más, llamó a emergencias y la llevaron al hospital. Metió, como pudo, alguna ropa de su hijo en la mochila, le dio un beso y ambos se fueron en la ambulancia. Al llegar, casi ni podía abrir los ojos, pero lo hizo para verlo por última vez y esa noche, en la UVI, murió.
Cuando Julia lo encontró llevaba un mes vagando del hospital a la parada y viceversa, se escondía por cualquier rincón para que no lo descubrieran y dormía agazapado al lado de los contenedores de basura, un lugar seguro solo frecuentado por gatos. Rubén entendía lo que le decían, pero no sabía hablar mucho, solo frases sueltas y a veces sin sentido. Tenía tanta hambre aquel día, que aceptó, sin dudarlo, el bocadillo que le ofreció Julia y cuando ella le preguntaba cosas únicamente respondía “no tengo nada que contarte”, pues era el título de la colección de cuentos que su madre le leía día tras día.
Julia puso el caso en manos del estado, al ser mayor de edad no tuvo problemas para darle acogida, no dudó en hacerlo. Aunque llevaba un tiempo independizada, regresó a casa de sus padres para que Rubén no se quedara solo el tiempo que ella estaba trabajando. Fue bien aceptado, era educado, amable, correcto y enseguida congenió con ellos, sobre todo con su padre. Al principio se mostró intranquilo, nervioso y un tanto asustado, no conocía a aquellas personas y por lo único que había aceptado que Julia lo ayudara, fue porque le dijo “no tengo nada que contarte”, por lo que esperaba que, tal como hacía su madre, le leyera todos los días sus cuentos favoritos. Ella lo comprendió pronto y así lo hizo.
Poco a poco, pudo enseñar a Rubén a escribir algo, a leer y cuando lo vio tranquilo y ya conforme en la casa, le contó que su madre había muerto. Él, la miró, levantó un dedo y se lo puso en los labios, después fue a la estantería, cogió sus cuentos favoritos, lo abrió por la página de uno de sus dibujos y señaló la imagen de un cielo azul con nubes blancas que parecían de algodón, diciendo: mamá está aquí. No tengo nada que contarte.
Muy bonito Merche! Has mantenido muy bien el interés por saber cual era el origen y la causa del comportamiento del muchacho. Se trata de una historia bastante dura y triste por momentos, lo cual me agrada encontrar en las historias que leo, con un buen final. Excelente trabajo!
ResponderEliminarUn abrazo.
Hola Antonio, muchas gracias por tu comentario. Un abrazo. :)
EliminarMe ha gustado, me ha entretenido y me has hecho visualizar la situación porque la veo muy real. Ha habido casos de chicos en estado semisalvajes encontrados en selvas, recordemos a Kipling o el buen salvaje de Rousseau. Ha habido casos de jóvenes y niños encontrados en condiciones subhumanas como aquellas de Austria o en zonas rurales abandonadas pero en un contexto tan cercano y real, tan urbano es realmente conmovedor.
ResponderEliminarUn abrazo
La realidad siempre supera la ficción, es inevitable. Gracias por tu comentario. Un abrazo. :)
EliminarSiempre hay una razón para algo. Es una historia que mantiene en vilo, es interesante y acoge para saber los por qués de todo lo que acontece. A veces, casi siempre, la realidad supera la ficción pues esta no es más que un descaro de la otra.
ResponderEliminarUn beso enorme, Merche.
No pases calor :-)
Sí, la realidad siempre la supera. Un abrazo Qamar. :)
EliminarMe ha encantado esta historia , muchas gracias , que siga la magia TM
ResponderEliminarMuchas gracias. Un abrazo. :)
EliminarQuerida Merche, ¡Qué barbaridad! ¡Menuda historia! No pude ni parpadear durante la lectura. Primero, pensaba en todo lo que un ser humano puede encerrar en sus misterios. Al seguir y saber lo que le sucedía a Rubén, aterricé en el tren que a veces es tan doloroso, el tren de la vida tan dispar tantas veces.
ResponderEliminarLindo relato, tristemente parte de realidades de la vida.
Un abrazo grande Merche!
Gracias Maty, la realidad es muy dura a veces. Un abrazo. :)
EliminarMe quedo con: "Su madre, con pocos recursos y poca cultura..." y " ...pues la escuela no quería atenderlo, tampoco había recibido la visita de ninguna institución pues “era un caso perdido”, como señalaban algunos informes.
ResponderEliminarDos hechos claros y reales que demuestran que el Sistema fracasa una y otra vez en todos los frentes, creando este tipo de dramas. Personas como Julia, una entre un millón, cambian un poco las cosas. No mucho, pero sin personas así, los que nacieron con una vida ya rota no tendrían opciones.
Así es, por desgracia, así es. Gracias. Un abrazo. :)
Eliminar¡Qué maravilla de historia, Merche!
ResponderEliminarQué personaje has creado en Julia con esas ideas tan claras y esa fortaleza interior.
Un fuerte abrazo :-)
Muchas gracias, Miguel. Un fuerte abrazo. :)
EliminarEs una historia esperanzadora con un buen desenlace. Me ha llamado la atención que, como en tantos otros casos, su madre lo tuviera escondido "pensando que ella no se moriría antes que él".
ResponderEliminarFelicidades por tu relato, Merche.
Saludos
La protección de las madres, ya sabes. Muchas gracias, Marcos.
EliminarUn abrazo. :)